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El campo del diagnóstico prenatal lleva camino de convertirse en una especie de páramo moral cuyas escasas reflexiones giran en torno al mismo eje: afinar la gestión del aborto como fórmula única del arsenal terapéutico para niños diagnosticados en el claustro materno de síndrome de Down. Que su muerte resulte del consentimiento informado de los padres como agentes racionales, libres y autónomos es la clave del fundamento ético. Los argumentos se apoyan en la necesidad de evitar a los padres las deficiencias que el niño padecerá por esta afección genética, y en la posibilidad de que éstos puedan buscar otro bebé sano. En las formas más abstractas de esta lógica, la seguridad de la tecnología representa el mayor incentivo para esa búsqueda. Bajo estos argumentos subyace también la idea de que la discapacidad intelectual del afectado dificultará futuros embarazos de la madre. El influyente filósofo utilitarista Peter Singer –quien cree que la cualidad de persona reside en las capacidades racionales indemnes– justifica la aceptación de los padres para abortar hijos con Down en la discapacidad cognitiva de este síndrome y las expectativas frustradas que genera en los padres. En cambio, en su argumentación no se plantea si las dificultades del niño con trisomía 21, reconocido y acogido como miembro de la comunidad, podrían impulsar la investigación de las posibles condiciones curables y, en todo caso, las acciones cívicas destinadas a amortiguar las que no lo son. Sirva el ejemplo de Mar Galcerán que, reconocida en su capacidad de trabajo, ha llegado a ser la primera diputada con Down en un parlamento español. En la reflexión de Singer, quien padece esta trisomía no es parte de la comunidad, sino una patología, y los padres las verdaderas víctimas. No cuestiona lo que estos niños podrán o no conseguir, sino lo que los padres no lograrán. Inspiraciones así conforman casi todo este debate contemporáneo.
El modelo de logro, como medida de la dignidad, surge del afán por liberarnos de nuestra fragilidad natural. Esta obsesión por el éxito infiltra los pilares fundamentales de la cultura –crianza de los hijos, deporte, educación, medicina...–, lo cual lleva al racionalismo contemporáneo no sólo a una paradójica fascinación por lo irracional, sino también a lo oscuro y peligroso. Así, el insidioso tratamiento del síndrome de Down se ha vuelto una forma novedosa de eugenesia. En una sociedad cuya natalidad tiende a cero, el nonato con discapacidad ni siquiera es objeto de discusión. En los países repaganizados del norte de Europa apenas nacen niños con Down. España ostenta hoy el mayor porcentaje de abortos con esta afección (95%), gracias a unos métodos diagnósticos punteros y a una legislación que extiende los plazos para abortar a las 22 semanas en caso de anomalías fetales graves. Europa podría quedar curada de Down en unas dos décadas con la desaparición de adultos y niños con este síndrome, de manera similar a lo que ocurrió con la polio. Claro que ésta no se curó sacrificando a los que la padecían, sino previniéndola con vacunas.
Estos presupuestos bioéticos claman por la cuestión de la compasión en medicina, pues el empeño en producir seres racionales, autónomos y capaces de logros no hace justicia a la realidad de una comunidad, toda vez que orilla la natural y mutua dependencia de sus miembros. El dolor que produce ver a otro sufrir era ya reconocido en la antigua Grecia, y se atribuía al temor a que a uno le ocurriera lo mismo. Pero no es esa la noción que recoge la parábola del buen samaritano. A éste le conmueve el sufrimiento del herido en su camino. Nada sugiere que sienta miedo, sino necesidad de compartir el dolor del prójimo; he ahí la compasión. Se para, lo cura y luego sigue adelante con sus proyectos, pero antes lo acerca a una posada y le dice al posadero que más tarde pasará a verlo y se hará cargo de los gastos. La compasión nace del estremecimiento por quien sufre en la cercanía. Y el camino de la parábola es el camino de cualquier vida, trufado de malhechores y heridos. Los otros dos caminantes, atentos quizá a sus obligaciones no ven en el camino más que un obstáculo a sortear. ¿Es compasión aconsejar a unos padres que aborten y se olviden de su frustración mediante ese método? En este antiquísimo materialismo sin fundamento antropológico, la atención médica se vuelve puro bien de mercado y puede venderse. Pero la medicina forma parte de la cultura de la vida, donde el acto médico es un acto litúrgico, en el sentido que recoge el Diccionario Oxford de Inglés: un servicio público que ejercía el ciudadano griego a sus expensas para atender al necesitado. Y como toda liturgia, un acto que sana la imperfección encontrada en los caminos.
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