La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
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Oteé Otranto, en la región sureña de Apulia, con su castillo de impresionantes murallas a la hora del crepúsculo. Me pareció impresionante en su factura. Al acercarme vi unas murallas poderosas, suerte de imponentes taludes excavados en la tierra al pie de una oscura marina y elevados por la fuerza de titanes, para obviar y resistir a la siempre amenazante piratería turca. Cuando los rayos del sol invernal se apagaban el conjunto adquirió una coloración lúgubre, que reforzaba el verdín de sus murallas lamidas por el oleaje tanto del Adriático como del Jónico. No por azar en la cercana catedral de la Annunziata observan al visitante, desde las altas vitrinas de uno de sus altares, las calaveras y osamentas de las ochocientas personas de Otranto que fueron martirizadas por los invasores otomanos en 1480. La impresión obtenida es de gigantismo, de que aquellos ochocientos trece sujetos se enfrentaron sin fortuna a fuerzas ciclópeas. Las cuencas de los cráneos que nos miran en el vacío desde hace siete siglos tras los vidrios del altar infunden terror pánico.
Los viajeros del ilustrado siglo XVIII impresionados por la ferocidad y salvajismo de los habitantes del Mediodía italiano, sostenían que las guarniciones de fortalezas como el de Otranto que protegían la península italiana frente a las invasiones, preferían dejar la mitad de sus soldadas con tal de no salir de ellas a comer hierbas con los temidos habitantes de aquellos espacios agrestes. Así acabo de leerlo en un raro libro de 1777, donde un viajero francés, deshaciéndose de estereotipos, advierte de la cruda realidad de esas tierras azotadas por la aridez y el abandono, a escasas leguas de la capital de la cristiandad, Roma. Signo de su malditez cambiaron de manos en pocos siglos: romanos, suevos, árabes, aragoneses, normandos, españoles, etc. Todos la poseyeron, hasta que con la unidad italiana el trasiego se cerró, si bien en falso, ya que los campesinos siguieron gimiendo bajo el peso de la miseria.
En reciente periplo eché en el bolsillo The Castle of Otranto, de Sir Horace Walpole. Obra escrita y publicada en 1764 por este aristócrata inglés, quien, tras intentar hacerla pasar bajo seudónimo y como si procediese de un antiguo manuscrito dejado por un canónigo de la iglesia de san Nicolás de Otranto, al final, al desvelar la verdadera autoría, la subtituló a Gothic Story. Daría paso así al modelo de terror de la llamada "novela gótica", que culminarían Shelley y Poe.
El nudo de El castillo de Otranto alude a la existencia de este castillo fabuloso, seguramente visitado por Walpole en su Grand Tour por Italia, viaje iniciático al que eran arrojados los alevines de la aristocracia inglesa. Sólo de un contacto real se puede inferir la fuerza del terror imaginario. El señor del castillo, Manfredo, príncipe de Otranto, es un producto de la estructura feudal del territorio, donde gobierna a su antojo mediante la violencia señorial. Los príncipes del sur tenían que infundir terror, y si algún lugar geográfico puede encarnarlo probablemente sea este. Pero el destino aterrador reta también al príncipe: el día que desposa a su único y depravado heredero con la hija del marqués de Vicenza, cae un enorme yelmo sobre su hijo, que muere despedazado ante los atónitos ojos de los cortesanos. La leyenda de un gigante que habitaría en los sótanos del baluarte se cierne sobre Manfredo, que desafía lo fatídico, incrédulo a la existencia de una maldición. A partir de ahí los hechos se suceden, con una trama que gira en torno al deseo irrefrenable de casarse con la que iba a ser su nuera, a la vez que exige repudiar a su mujer con todas las bendiciones de la iglesia. Una cadena de sucesos, cuyo relato ahorro al lector, nos conduce a una impostación ocurrida en Tierra Santa, según la cual Manfredo no era el legítimo príncipe de Otranto, sino que el auténtico señor del lugar sería un pobre campesino siciliano, bendecido por las virtudes que al tirano le faltan. La trama adquiere las características del folletín. Leída in situ, en el lugar, impresiona por lo lúgubre. Nada más alejado de la imagen mediterránea de luz, que asociamos al Sur. No me extraña que la llamada novela gótica, marcada por ese goticismo de las Cruzadas, pleno de fantasmas, encuentre su raíz no en el norte sino en el sur. Un sur donde el sol se pone en invierno a las cuatro y media de la tarde, y el entorno nos evoca un mundo de señores sin freno, de seres fabulosos y de amenazas de ultramar. Walpole supo captar el espíritu del lugar, al dejar atrás las brumas del norte, y situar la escena, empujada por un universo paralelo, el de las Cruzadas medievales.
Todo buen viaje que se precie, exige llevar encima la literatura que le dé sentido, que no siempre ha de ser una guía turística, sino a los autores que han sabido interpretar y convertir en literatura las esencias del lugar. En este cometido con más frecuencia de lo habitual no han sido autóctonos, sino visitantes lejanos, quienes supieron ver lo que aquellos no pudieron apreciar. El castillo de Otranto, entrevisto en el crepúsculo, nos revela un sur goticista, algo yo que había intuido visitando años antes, en Roma, la recargada mansión -situada contigua al palacio de los napoleónidas- del maestro del análisis romántico, el italiano Mario Praz, autor de La carne, la muerte y el diablo. Quien, por cierto, no apreciaba los arabescos de nuestra Alhambra, pero al cual tanto debemos para entender el Sur goticista.
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