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Una de las novedades de la pasada legislatura es que hemos disfrutado de un ministro de Consumo al que no le gustaba al Consumo. El economista Garzón, comunista de vocación, inauguró su mandato anunciando que subiría el precio de las hamburguesas para desmotivar su consumo. Luego nos advirtió sobre los peligros de comer carne, de beber vino, etc. Si recordásemos cómo nació el movimiento comunista nos percataríamos de que eso representaba una inversión de los valores comunistas fundacionales. La teoría clásica explicaba que el comunismo era inevitable porque las relaciones sociales capitalistas inhibirían el desarrollo de las fuerzas productivas a medida que el capital fuese acumulándose en unas pocas grandes empresas. Iría generándose un empobrecimiento creciente de los trabajadores, cuya única solución sería implantar el comunismo. Tras una etapa intermedia de tipo socialista, se alcanzaría la igualdad económica de los ciudadanos y, además, crecería la producción y la riqueza. El ideal comunista no era que los ricos dejasen de comer carne, sino que todos pudiesen comer carne. Pues bien, ahora se nos propone lo contrario: en vez de desarrollar las fuerzas productivas hay que decrecer para combatir el cambio climático. El nuevo ideal comunista es que nadie coma carne.
Al ministro Garzón tampoco le gustaban los juegos de azar. Consciente de que pueden acarrear casos de ludopatía, procuró restringir al máximo las loterías y sistemas similares. Y tal fue su afán purificador que no se detuvo ni siquiera ante la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE). Ahora tampoco los ciegos deberían comer carne y, desde luego, no deberían vender según que juegos de azar. Había nacido el concepto del ciego verde, abstemio y antilotero. Desgraciadamente la coalición de más de quince partidos que formaron Sumar incluyó en su programa la idea de suprimir las loterías de la ONCE, empezando por las que se resuelven de forma instantánea. Llegados a este punto los comunistas españoles se han tornado decididamente antisociales, al menos en esta cuestión. Repasemos brevemente la historia de la ONCE.
Las primeras rifas callejeras organizadas espontáneamente por invidentes nacieron en España a principios del siglo XX. Aunque alegales, contribuyeron a sacar de la mendicidad a muchos ciegos. En consecuencia, se fueron extendiendo por todas las regiones. En la Segunda República, queridos miembros de Sumar, esas rifas fueron legalizadas. También nació por entonces el Patronato Nacional de Protección de Ciegos. Supinos ignorantes: lo que ahora combatís fue santificado por las progresistas autoridades republicanas. Durante la Guerra Civil los falangistas emprendieron sus propias iniciativas al respecto. De ese modo, la tesis de que los invidentes no tenían por qué resignarse a vivir de limosnas fue compartida por ambos bandos en conflicto. Y tampoco la Iglesia, entonces tan influyente, objetó nada al respecto. Durante la dictadura, las autoridades franquistas asumieron la idea de que convenía propiciar la autonomía económica de los invidentes y de las personas con otras discapacidades. Crearon para lograrlo la Organización Nacional de Ciegos (ONC), a la que se añadió en 1952 lo de Españoles. Había nacido la ONCE, que ya no se conformaba con organizar loterías, sino que aspiraba a preparar a los discapacitados a ejercer determinadas profesiones. Se crearon varias Escuelas, como la de Fisioterapia y la de Telefonía. Se difundió la enseñanza del Braille y se dotaron bibliotecas para invidentes. En resumen, una elogiable tarea de inserción social y cultural.
Llegada la democracia, un grupo de sindicalistas invidentes (sí, sindicalistas, señoras de Sumar) acometieron la celebración de elecciones internas. La ONCE, como otras muchas instituciones españolas, se democratizó. Y no cejó en su empeño de asegurar la autonomía económica, la inserción profesional y el acceso a la cultura de los invidentes. Constituida en Corporación democrática sin ánimo de lucro, creó muchos puestos de trabajo para discapacitados. Un servidor mismo, como rector de Sevilla, tuvo ocasión de negociar con la ONCE la inserción universitaria de los invidentes. Y poco después, como presidente de CRUE impulsó que iniciativas similares fuesen adoptadas por otras universidades. Superfluo: ya la mayoría de las universidades lo habían hecho por su cuenta. Y la ONCE seguía creando todo tipo de empresas y puestos de trabajos, como las de lavandería, para personas que se habrían tenido que refugiar en las subvenciones estatales sin esa magnífica labor humanitaria.
La aparición de nuevas loterías, como las europeas, supuso un reto para la ONCE. No obstante, tirando de creatividad imaginaron el cuponazo, lo que les dio un respiro. Y finalmente llegó el rasca de la ONCE, la lotería instantánea que Sumar quiere liquidar. Si lo lograsen retrocederíamos más de medio siglo y se volvería a los sistemas de beneficencia con cargo a impuestos. Señoras de Sumar, ¿es que van a demostrar menos sensibilidad social que los falangistas? Dejen a la ONCE en paz, que bastante trabajo tiene con sacar adelante su labor integradora.
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