Noemí Sanchís Morales

Techos de hormigón, suelos de cristal

La tribuna

Techos de hormigón, suelos de cristal
Techos de hormigón, suelos de cristal / Rosell

08 de marzo 2019 - 01:46

En los debates y entrevistas de arquitectura, inevitablemente me preguntan por las dificultades de la mujer para acceder a puestos de liderazgo atravesando el famoso techo de cristal. Antes respondía: el techo no es de cristal, es de hormigón armado. Ahora, añado: es el suelo el que es de cristal, lo cual resulta aún más aterrador. Es obsceno considerar invisible la ausencia de medidas de conciliación en un modelo socioeconómico y cultural en el que la supervivencia familiar y el desarrollo personal de la mujer dependen en gran medida de su habilidad o su elección entre maternidad y desarrollo profesional desde la invisibilidad, precariedad, paternalismo, brecha salarial, presión o acoso familiar, sexual, laboral y violencia doméstica. Para ganar esta carrera de obstáculos y acceder a un puesto directivo no atraviesas barreras de cristal permeables a la vista, necesitas un percutor y la fuerza para horadar un techo de hormigón armado, sin saber qué hay al otro lado. Y bajo toda esta presión física y psicológica, como a Brando en La ley del silencio, muchos nos insultan diciendo: "Mujer, mejor espera, ahora no es tu momento" y cuando ya te ocupaste de todo: "Mujer ¿qué esperabas? Se te pasó el momento."

A pesar de todo, ellas llegan y son eficientes dentro y fuera de casa sobre un frágil suelo de cristal. Bajo un bombardeo de violencia verbal y gestual, bromas, insinuaciones sexuales, rumores y calumnias que envenenan el entorno, acusaciones de falsos incumplimientos o fallos difusos sin consistencia real o conductas ilícitas o antiéticas. Ellas lo logran frente a quienes amplifican y dramatizan nimiedades, amenazan con instrumentos disciplinarios, intentan persistentemente desmoralizarlas con todo tipo de artimañas, plazos de ejecución o cargas de trabajo irrazonables e inusuales. Ellas luchan contra los que urden estratagemas para que se le atribuyan errores profesionales y monitorizan su trabajo de manera perversa, evaluándolo sistemáticamente de forma negativa, inequitativa o sesgada. Ellas combaten a los que las humillan, desprecian o minusvaloran en público, distorsionan lo que dicen o hacen para hacerlas explotar, exigiendo un ridículo nivel de perfección inalcanzable, porque lo que se considera virtudes en los hombres, se convierte en defectos insalvables en las mujeres. Tratan de limitar cualquier capacidad de ascenso profesional, expresión física o intelectual, obligándolas a mirar abajo. El techo es de hormigón armado, el suelo es de cristal, dije en un debate sobre #Dónde Están Ellas? que sugerí completar con #Hasta cuándo permanecen Ellas? Porque a menudo ellas se van o las echan, aun estando más capacitadas que sus agresores, y parece que a nadie le importe el silencio de los corderos.

Pues ¡basta ya!. Ellas estamos aquí y no tenemos intención de irnos a pesar de la presión y el acoso insoportable de hombres y mujeres machistas, ególatras, mediocres y cobardes que sólo se atreven a actuar en grupo, mirar hacia otro lado o imponer la ley del silencio, empoderados por cobardes paralizados por el miedo, arma gestora de complicidades inconfesables y silencios clamorosos en un sistema perverso donde si hablas, además de revivir esta violación de tu mente, tu cuerpo y tu alma, todo el peso jurídico y administrativo se vuelve en contra a menudo sin apoyo y con más vulnerabilidad, porque el silencio de los buenos duele casi tanto como las acciones de los malos. Todos somos responsables de pararlo o cómplices de que se perpetúe. No hay medias tintas.

Según Membiela, éste es el acoso más infame y delictivo y supone el grado más absoluto de perversión y destrucción de la singularidad y valía de una persona bajo el peso y la influencia de una institución y su maquinaria. Sus responsables, auténticos criminales con un objetivo que trasciende la humillación para destruir a la víctima y su liderazgo dentro de la organización, neutralizar a quien amenaza un estatus concreto de poder. La agresión psicológica como arma de una persona o grupo para expulsar a otra de su trabajo, del lugar donde se agrede al estatus, liderazgo, prestigio y dignidad de la víctima, y de donde los agresores intentan mantener su hegemonía. Esta flagrante violación de la dignidad de la persona produce desde patologías psiquiátricas hasta el abandono del cargo, y lo sufren desde la infancia hombres y mujeres por la maldición de brillar. Los que contemplan impasibles estos crímenes o desvían la mirada son unos cómplices más con su cobarde silencio en medio de la clamorosa pregunta: "¿Han dejado ya de llorar los corderos, Clarice? ¿Todavía te despiertas a veces en la oscuridad con sus gritos?" Sí, algunos no dormimos intentando protegerlos, pero para la mayoría no supone ningún trauma, nadie les salva de morir en la oscuridad cubiertos por el silencio. Ustedes, ¿dónde se sitúan? ¿Entre los corderos, con los agresores, junto a los salvadores, o simplemente detrás de los cobardes?

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