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El lector español de mediana edad quizá recuerde el relativo éxito que tuvo una “antología de la nueva ficción argentina” titulada Buenos Aires, editada por Anagrama en los albores de 1992. España quería ser más europea que Francia o Alemania y el canon literario lo marcaba Anagrama. Ay, aquella Anagrama. La antología relanzó algo a algunos viejos conocidos, como Blaisten o Abelardo Castillo, y dio a conocer nombres que el tiempo ha convertido en maestros: Piglia, Fogwill, Aira, Pauls, Fresán. El antólogo también figuraba, e igualmente ha acabado siendo magistral: Juan Forn.
Esta primavera se publicó en España su libro póstumo Yo recordaré por ustedes. Reúne 92 de las contraportadas que Juan Forn escribió durante años en el diario argentino Página/12. Lo hacía los viernes, de ahí que la colección completa editada en Argentina, en cuatro tomos, se titule Los viernes. Estos recopilan 208 contratapas, como dicen allá, dos centenares de piezas tras cuya lectura uno se pregunta cómo diablos era capaz de hacerlo una y otra vez. Forn fue uno de los niños mimados de la edición en Argentina. Por sus manos pasaban inéditos y consagrados, y una opinión suya, una decisión suya, lanzaba a un desconocido al estrellato, alteraba el canon literario establecido. Tanta presión acabó provocándole una pancreatitis que lo hizo dejar el estrés editorial y poner tierra de por medio. Se refugió en Villa Gesell, junto al mar, para descansar y escribir. Pero el enorme éxito de los viernes le devolvió el veneno de la edición. Cada semana debía buscar un personaje, una historia que contar en la célebre contraportada. En tiempos de san Google se puede creer que es fácil escribir una pieza así a la semana, pero conforme se lee una tras otra, y se pinza el libro para detener la lectura y reírse con la anécdota contada o asimilar la frase lapidaria soltada como de pasada, se piensa qué capacidad tenía este hombre para extraer las anécdotas precisas de sus muchas lecturas, cuántos libros, charlas, documentos diversos, etc. hay detrás de las tres o cuatro páginas de cada artículo, qué precisión más afinada para contar lo sustancial, qué arte callado para darnos el perfil desentrañado y a la vez el misterio intacto, latente, de cada uno de los personajes cuyo retrato pergeña en sus piezas.
Aunque sean mayoría los literatos, por sus viernes también pasaron actrices, pintores, héroes, traductoras, etc., un extenso muestrario del infinito género humano. Unas veces personajes tan universales que creemos conocerlos; otras, seres tangenciales que también contribuyeron a hacer el mundo de su época. Cuando cuenta el ansia con que un veterano Bioy Casares espera al chaval de la editorial que le lleva las galeradas de su novela más reciente y, al llegar, éste se disculpa porque se paró a leerla de una sentada y se permite hacerle una corrección, y el viejo Bioy se sienta y la corrige según le dice el recadero, está Bioy dibujado de cuerpo entero (el chaval de la editorial, por cierto, era un joven Forn). Cuando narra las peripecias del hermano casi gemelo de Vladimir Nabokov, pues apenas se llevaban nueve meses, no sólo nos expone la vida breve, desgraciada pero con una cierta santidad, del desconocido Sergei, sino la frialdad del hermano que todo lo sacrificó en el altar de su genio literario. Cuando cuenta que Groucho Marx, redivivo gracias a la televisión de mediados del siglo XX, respondió, al ser preguntado en su octogésimo cumpleaños qué regalo querría, “el año 1935”, resume en tres palabras la nostalgia del viejo y el momento culminante de una vida. Porque, en cada pieza de estos viernes uno concluye que, en efecto, quizá estos personajes no se mostraran talmente, aunque así fueran, en verdad así tuvieran que ser.
Si con algunos textos pueden compararse estos de Forn son con las Vidas escritas de Javier Marías (a quien, por cierto, dedica uno). Más allá de Schwob, antecedente siempre invocado por la ascendencia de Borges entre los escritores argentinos, el mayor precedente de los viernes en la literatura hispana son las vidas escritas de Marías. Como éstas, los viernes parecen escritos en un permanente estado de gracia, tocados por la inspiración de quien perdió a su musa. Porque cuenta Forn, en una de las pocas piezas autobiográficas de la recopilación, lo que le dijo el padre de una chica que lo atraía, y tal vez lo inspiraba, y a quien nunca fue a buscar, como era su íntimo deseo: “Para el que quiere escribir de verdad, más importante que tener una musa es haberla perdido”. Cuántas musas debió dejarse por el camino Juan Forn, a la vista de las espléndidas páginas que escribió.
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