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Un antropólogo brasileño que llegó a ser ministro en su país, Darcy Ribeiro, cuando quería dar a entender las configuraciones humanas de América, dividía a sus poblaciones entre pueblos indígenas, trasplantados y criollos. Una clasificación tan real que sigue explicando la política actual del continente. Ello es aplicable al Perú de hoy.
El gran literato peruano José María Arguedas, que hizo su tesis doctoral en antropología sobre las comunidades rurales de Castilla comparadas con las de su país natal, hijo de españoles criollizados, se educó en Andahuaylas, cerca de Cuzco. Su padre, juez, siempre de viaje, lo dejó al cuidado de domésticas, que le enseñaron a expresarse en quechua. Arguedas, una de cuyas obras, Los Ríos Profundos, ha sido reeditada con motivo del congreso de la lengua española habido en Cádiz, por imposibilidad de hacerlo en Arequipa, ha sido la obsesión durante mucho tiempo de Mario Vargas Llosa.
El premio Nobel, precisamente natural de Arequipa, escribió una obra, casi seguro de escasas ventas, pero para mí la más auténtica de las suyas, llamada La utopía arcaica, en la cual se consagró a desvelar el equívoco que tuvo Arguedas con el tema indígena. Ciertamente, Arguedas, que sufría grandes depresiones, no pudo aguantar la presión ambiental, que le impelía moralmente a incorporarse a la causa indigenista, y acabó suicidándose. Lo hizo tras leer con probabilidad unas cartas que le envió Hugo Blanco, el líder de una de las guerrillas de aquel entonces, hombre, por lo demás, de talento literario. La viuda de Arguedas, Sibila Arredondo, más decidida, terminó al cabo de los años detenida por complicidad con el grupo terrorista Sendero Luminoso. Se cerraba el círculo, que Arguedas, hombre de grandes sensibilidades no había podido superar. Siempre me afectó mucho más el asunto de Arguedas, por lo que alumbraba en sus contradicciones, que el marxismo adaptado a la realidad peruana del gran teórico José Carlos Mariátegui. Era más vivo.
El Perú ha tenido unas derivas políticas que fueron desde el partido Apra, de Víctor Haya de la Torre, típicamente de corte ilustrado, hasta el régimen militar del general Alvarado, que tenía un programa cercano al socialismo, y que contó con el apoyo de mi amigo John V. Murra, un brigadista en la guerra civil española, ulteriormente antropólogo peruanista, y aquí en España de la revista Índice, que yo leía, la cual nadaba entre el patriotismo y el anarquismo. Todos en común tenían una cierta idea de lo que ahora se llama pachamamismo, de la idea del indigenismo fundacional vinculado a la llamada de la tierra.
Cuando aterricé hace años en Puno, a cuatro mil metros, sentí una gran emoción, quizás porque a nuestra llegada un grupo tocaba divinamente quenas y flautas, aunque asimismo podría asociar esa sensación turbadora a estar a cuatro mil metros de altitud. La atmósfera a esa altura es extraordinaria, y se incrementa sobre todo cuando en el lago Titicaca se llega a las islas flotantes, fabricadas con juncos, administradas por los autóctonos. Era, por lo demás, el momento en el cual se hacía público el informe de la comisión nacional Verdad y Reconciliación sobre el violento período Fujimori/Sendero Luminoso. Una procesión con velas transcurrió un día por las calles de Puno, en recuerdo de los muertos en el conflicto. Había mucho optimismo, y Alejandro Toledo era el presidente, que algunos consideraban medio indígena, lo que parecía un logro. Por su parte, Vargas Llosa, tras su fracasado intento por acceder a la presidencia peruana, con un lenguaje hostil a lo indígena, se había refugiado en España, donde había profesado de español.
Ahora Pedro Castillo, según una parte de la izquierda latinoamericana, ha sido víctima de nuevo de esa diatriba indigenista que lleva tiempo sin dilucidarse. Por la prisión de Callao, cerca de Lima, han ido pasando, uno tras otro, distintos políticos, y ahora le ha tocado a Castillo. El ex presidente Alán García, del citado partido Apra, cuando iba a ser detenido se suicidó, no dando lugar a un nuevo espectáculo. Recuerdo en aquel viaje de la época de Toledo haber conocido al hijo Haya de la Torre, Agustín, también aprista, que acababa de editar un libro sobre la democracia peruana. Fue bien significado el acto de la presentación del volumen en el paraninfo de la Universidad de San Marcos, con cierto olor a francmasonería antigua e ingenua.
De todo aquello, me quedó la admiración que me produjo la iglesia de san Pedro de Andahuaylas, la patria de Arguedas, de un barroco tan imaginativo, tan fantástico, que no tenía nada que ver con el nuestro, mucho más gris y aplastado. Ante sus dorados fantásticos, mudo de emoción, entendí, creo suponer, lo que significaba ser criollo o ser indígena. Una distancia abisal sigue atravesando estas dos maneras de ser y vivir el mundo. La tragedia peruana actual así lo ha sacado a relucir. Los ecos del asunto se pueden contemplar en el Cádiz de hace unos días, donde ha llegado Los Ríos Profundos de Arguedas, mientras Vargas Llosa, aprovechando que los suyos parecen haber retornado al poder, ha corrido a darse un baño de surrealidad por el barrio bonito de Miraflores, en Lima, la ciudad donde nunca llueve.
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