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Imagínese: usted está en la flor de la edad, metiendo en su cuenta-ahorro-vivienda todo lo que puede rascar para casarse con su novia de toda la vida. Un día, yendo a comprar el pan, una bruja malvada, una hechicera sexy sandunguera lo engatusa y se lo lleva a una isla y desde entonces vive usted allí. Satisfecho, en las brumas del hechizo y entre los placeres de la carne, rodeado de criaturas –cerdos, piedras, palmeras, olas del mar– que antes fueron amantes de la misma bruja. Esta, cuando se aburría de ellos, los iba convirtiendo en algún elemento del paisaje; flora, fauna o mineral. Pero usted está muy bien por ahora, viviendo en la realidad virtual del encantamiento, en ese Matrix con cocoteros, más a gusto que un cochino en un charco. ¿Es demasiado imaginar? Esta premisa no es más que el arranque de una leyenda que, como los mitos, nos habla de algo universal: la oposición entre placeres sensuales y engaño moral por un lado, y obligación y honor, y aceptación de la realidad, por otro. La bruja en cuestión, que se podría llamar Circe, en esta ocasión se llama Alcina–en italiano, para los más finos, Alchina– y es el nombre de la ópera de Händel que hemos podido disfrutar en el Teatro de la Maestranza, con montaje de Lotte de Beer. Esta historia inspirada en el Orlando el Furioso de Ariosto sigue fascinando al espectador, quizá por su sencillez de estructura narrativa; o tal vez porque, no siendo una ópera de las más breves, tampoco son las cuatro horas y media de Tristán e Isolda; esta es una ópera asequible en duración y trama para iniciarse en el bel canto. También porque la partitura es exquisita y contiene dos o tres arias de una belleza serena, de un discurso claro, sentimental y definido, sin apenas patetismo, incluso cuando aborda los ribetes más desesperados del desamor y de la culpa.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque me bullen las ideas al asistir al ensayo general y al conversar al día siguiente con el tenor Juan Sancho y con el crítico musical Pablo Vayón. Por un lado pienso en la universalidad del mito. ¿Por qué sigue conmoviendo Alcina–y todo el ciclo de la caballería de Händel, con Ariodante y Orlando– en un mundo tan distinto del de hace tres siglos, con montajes tan variopintos, desde los historicistas con trajes dieciochescos hasta los minimalistas y modernos como este? Algo nos remueve en esta trama de enredos amorosos, celos enconados y tensión entre placer y deber. Los humanos seguimos siendo humanos, y nos tientan las mismas hechiceras –y hechiceros– y luchamos por volver al mismo hogar, aunque ya no sepamos dónde está, como intuyó James Joyce en esa pesadez llamada Ulysses. En la isla de Alcina y su hermana Morgana –aquí menos protagonista que en el ciclo artúrico, pero también tiene su momento– durante las casi tres horas de función se suceden los deseos encadenados: Fulanita está prendada de Menganito (desconoce que en realidad es Menganita travestida), Menganita está enchochada de Perenganito, que a su vez ama a Zutanita. Esta dinámica de trenecito es una condena, es un mecanismo del infortunio erótico muy común en la vida y nos representa sin piedad. Expresa este encadenamiento la volubilidad de las emociones, que pueden girarse –La donna è mobile / Qual piuma al vento, pero también l’uomo– de un momento a otro, y de hecho lo hacen. Y la figura trágica, que no heroica, de Alcina, al final es incapaz de dañar a su amado Ruggiero que vuelve con la novia, porque, después de haber sido una amante caprichosa y destructora, la bruja se había enamorado desastrosamente (valga la redundancia).
Esa última aria de la protagonista, Mi restano le lagrime es una cumbre de la lírica y algo que nos llega a la fibra más íntima, por mucho que Alcina se merezca su infortunio: “Sólo me queda llorar. / Pero aunque llorara de corazón, sería inútil, / pues los dioses se han vuelto crueles y sordos”. A veces vemos a un ser querido padecer por su propio merecimiento, por algo que se ha buscado, y aun así sufrimos por él. ¿No querríamos todos que obrarán así con nosotros? Händel consigue expresar esto, y la soprano Jone Martínez lo actualiza de manera cristalina, límpida, elegante e impetuosa. No pongo más adjetivos porque es en vano: aquí se quiebran las palabras y solo puede levantarse el telón. Corran a verla, a escucharla. Y, si es usted de los que dice “a mí es que la ópera me aburre...”, le compadezco. Y le deseo que alguna vez, como servidor, abra los ojos. Es decir, los oídos. O sea, el corazón.
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