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Probablemente los más jóvenes, me refiero a los que a día de hoy tienen menos de treinta, no sean conscientes de la esquizofrenia colectiva en que nos vamos casi imperceptiblemente instalando. Muchos de quienes hoy peinamos canas vemos con asombro (aunque esta sensación se torne cada vez menos habitual) la paranoica preocupación por la protección y la seguridad que se nos impone, y que nosotros mismos nos imponemos, en nuestro cotidiano vivir, como si una de las esencias de la vida no fuese el riesgo; como si, desde que nacemos, no estuviésemos sometidos a muchos de ellos y nuestro propio cuerpo no tuviera fecha de caducidad. Y es que la seguridad se ha convertido en un signo de desarrollo y de modernidad. Las sociedades más inseguras suelen ser las del llamado Tercer Mundo, pues consideramos que, en ellas, se acrecientan las posibilidades de vernos afectados por males como el robo, la extorsión, el contagio de una enfermedad e, incluso, la muerte. Sobre todo, si quienes están llamados a protegernos se alían con el delincuente y los medios de protección son deficientes.
En el mundo desarrollado nos hallamos en el polo opuesto. Las autoridades de diferente nivel que nos gobiernan no cesan de aprobar leyes por nuestra seguridad que condicionan cada vez más la existencia e, incluso, se adentran peligrosamente, con los sofisticados medios que hoy permite la técnica, en nuestra vida íntima y personal. Y no solo, como pareciera lógico, en los países de corte dictatorial, sino también en los democráticos, incluidos aquellos de más pedigrí. Sin duda también, porque en estos, queriendo ampliar las libertades de todo tipo, más se ven obligados a acrecentar los controles por la ausencia de normas comunes de vida y de moral.
Alrededor de la obsesión de los ciudadanos por la seguridad proliferan los negocios que machaconamente te recuerdan los mil y un peligros que te pueden afectar. Ya no se trata tanto del pesado manojo de llaves del coche, del garaje, de la cerradura de seguridad o de las casi siempre numerosas puertas de la casa y del bloque de viviendas. Un ejemplo preclaro actual, por supuesto no el único, es el proliferar de las instalaciones de alarmas antirrobo y antiokupas. Detrás de cada desgracia hay siempre un negocio. ¿Cuántas personas no se han apresurado a ponerlas en sus domicilios? Primero se relaja la persecución del delincuente para no pecar de represor y luego, en compensación, se te ofrece comprar el instrumento que puede defenderte del mismo.
Un grupo de medidas agobiantes gira en torno a la protección de datos: multitud de claves para uso de portátiles, cuentas bancarias, correos electrónicos, accesos a webs, que, por si fuera poco, han de cambiarse periódicamente. Sin embargo, oh paradoja, nunca como hoy estamos más a descubierto. O mejor: lo está nuestra vida privada, gracias a los big data, los algoritmos o las gestiones y selecciones que realizamos a través del ordenador o del móvil. Así, las llamadas telefónicas de todo tipo de empresas ofreciendo sus mejoras o queriendo atender a tus gustos son incesantes. Y no hablemos de los actuales y coactivos controles de los hoteles.
La pandemia, qué duda cabe, ha venido como anillo al dedo para disparar todo tipo de medidas protectoras. Voy a fijarme tan solo en la última que he visto. Procede de los hospitales de la Comunidad de Madrid (aunque pudiera venir también de otros muchos), donde para visitar a un recién nacido se exige un agobiante número de medidas profilácticas (mascarilla, lavado de manos, permiso de los padres para tocarlo, autorización de estos para poder acceder a la habitación, no besar al niño en la cara o las manos). En resumidas cuentas, más parecen medidas destinadas a evitar ir a ver al niño que a procurar una más estrecha relación familiar.
Continuas informaciones y recomendaciones sobre prevención de enfermedades, los problemas de la gordura, el ahorro energético, el trato a los animales, mantener una vida saludable… y, como remate, la obligatoriedad de los tapones adheridos a los recipientes de plástico que tanta molestia causan. Y me dejo en el tintero para una nueva ocasión otras muchas medidas de obligado cumplimiento para protección del medio ambiente, convertido en otra gran obsesión a nivel nacional y supranacional.
Desgraciadamente, la tendencia descrita no hace sino crecer, produciendo una preocupación exagerada por la seguridad y la protección. Llamadas en teoría a darnos mayor tranquilidad y reforzar nuestra libertad, fomentan una sociedad sicológicamente enferma, sin providencia divina, individualista y alienada que poco o nada tiene que ver con lo que dicen procurar. ¡Y yo que crecí en una España sin esas obsesiones, y sin conocer el riesgo a que me sometía! Que, por favor, no nos protejan tanto. Asumamos el riesgo de vivir.
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