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Una vez transferidas las competencias de Arquitectura, Vivienda y Urbanismo desde la Administración Central a las Comunidades Autónomas, la Consejería de Obras Públicas y Transportes de la Junta de Andalucía (COPT), en el marco de un Convenio con el Ministerio de Asuntos Exteriores, llevó a cabo durante casi tres décadas un Programa de Cooperación, tan intenso como desconocido, con los países de nuestro hinterland natural, el Magreb e Iberoamérica. Recientemente se ha celebrado una pequeña exposición sobre aquella aventura en la Escuela de Arquitectura de Sevilla dentro de un congreso de ArCaDia, a la espera de una gran publicación que la rescate del olvido.
Se da la circunstancia de que esta cooperación coincidía con los tres lustros en los que, desde 1975 hasta 1990, se registraron unos cambios trascendentales en España y en la mayoría de los países latinoamericanos, con el fin de sus dictaduras y el principio de la normalidad democrática. Había entonces un clima propicio para la rica transferencia de ideas junto con una conciencia instintiva permanecer a un mismo mundo. Hoy ya no.
Con las transferencias, la COPT abordó resueltamente, desde una nueva cultura urbanística, muchos de los problemas candentes que nos había dejado el brutal modelo de desarrollo anterior. Concretamente, cómo rehabilitar los barrios históricos degradados y cómo garantizar el derecho a la permanencia en ellos de la población autóctona. Luego todas estas cuestiones formarían parte de la normal agenda de las administraciones autonómicas, pero a principios de los 80 aquellas se estaban abordando por primera vez, desde unas instancias político-administrativas que se estrenaban tanto en sus competencias como en el ejercicio de las libertades. Hay que decir a este respecto que, en la esfera autonómica y desde el marco de la Constitución, nuestro país se dotó, en vivienda y en rehabilitación urbana, de un arsenal legislativo impresionante que permitía afrontar, desde la seguridad jurídica y con la movilización de recursos financieros, problemas que hasta el momento eran inabordables.
Y fue precisamente esa acumulación de experiencias lo que suscitó el máximo interés de los países iberoamericanos por establecer una cooperación con Andalucía, pues, junto con las islas Canarias, era quizás la región de Europa con una idiosincrasia más afín. La cooperación con Iberoamérica se abría así a otros caminos más realistas y efectivos que los de la habitual retórica de las relaciones con la madre patria. Desde la Junta, el consejero Jaime Montaner, el director general José Ramón Moreno y el coordinador Luis González Tamarit, al frente de un animoso equipo de urbanistas andaluces asignados a cada país, lograron tejer una red profesional entre Andalucía y Argentina, Chile, Cuba, Ecuador, México, Uruguay… a la que posteriormente se unieron otros países, además de Marruecos, llegando a congregar a las mayores cabezas pensantes de la arquitectura y el urbanismo de todo el continente, y siempre con el infatigable apoyo de esa descomunal referencia de la cultura latinoamericana que es el arquitecto argentino Ramón Gutiérrez.
Aquella cooperación tenía la naturalidad propia de una relación familiar, por hablar el mismo idioma y por la completa sintonía en nuestras inquietudes, actitudes y planteamientos. Los coordinadores españoles descubríamos que en América sabían mucho más de nosotros que nosotros de ellos, pero coincidíamos en un gran espacio común de pensamiento. Sentíamos con una mezcla de exaltación y legítimo orgullo, que España era un país enriquecido con la adición de muchas más “autonomías” en ultramar que las que cabían en la península ibérica. Y desde allí nos veían prestigiados por el éxito de la Transición y por ser el nexo de unión con una Europa que aún entonces era la gran esperanza blanca en un mundo ya amenazado con las convulsiones geopolíticas del presente.
Ha pasado un cuarto de siglo. Hoy la Cooperación con Iberoamérica se inscribe en las normales relaciones comerciales entre países, en este caso con fuerte presencia de las empresas del Íbex 35. Pero aquella otra, tan entrañable y modesta como eficaz, en la que lo afectivo iba parejo a lo institucional, está ahora hibernada a la espera de que la barbarie woke no cancele por completo las razones de una historia tanto tiempo compartida; y que la inteligencia pan-hispánica pueda seguir dando sus frutos desde nuestra cultura mestiza, antes de que el continente suramericano, inerme y desguarnecido, se entregue a aventuras suicidas desde la esterilidad de sus delirantes atavismos.
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