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Como los cosacos de Kazán, cuyo empeño era el deber (el deber y no pagar), no escasean los que denuestan a los inspectores de Hacienda. Sin embargo, sus tareas resultan imprescindibles. Si en algo están de acuerdo en España los socialistas y los conservadores (e incluso, con reservas, los liberales) es en que el Estado debe garantizar ciertos servicios a la ciudadanía. Tales son la sanidad, la educación, la justicia y la seguridad. Pero resulta que todo eso cuesta mucho dinero. Nada causa más daño a la conciencia ciudadana que calificar de gratuitos a los servicios públicos. Lejos de ser gratuitos, son bastante onerosos. Y la única forma de financiarlos es mediante los impuestos, pues las donaciones voluntarias presumiblemente se quedarían muy cortas.
Además, los españoles solemos esperar de nuestros gobernantes que establezcan otras prestaciones. Tales son garantizar los alimentos, viajar por carreteras seguras, financiar investigaciones científicas, ayudar a los desempleados, pagar las pensiones, suministrar fármacos a los enfermos... Y así sucesivamente. De nuevo, todo eso cuesta mucho dinero.
Pues bien, ni la Administración central ni las autonómicas recaudarían un solo euro sin la actuación de un equipo de inspectores de Hacienda competente y honrado. Sin eso, de nada valdría que los sucesivos ministros (y consejeros autonómicos) supiesen mucho de su materia, contasen con asesores competentes, los escuchasen, disfrutasen de la mayoría parlamentaria para que sus proyectos de ley acabasen en el Boletín Oficial del Estado, y hubiesen redactado esas leyes con una técnica jurídica depuradísima. Sin buenos inspectores, lo citado, con ser mucho, sería insuficiente.
Sin la no siempre comprendida labor de los inspectores de Hacienda, sencillamente no existiría el Estado del Bienestar del que disfrutamos. Son ellos los que garantizan que las aulas se abran, que los hospitales funcionen, que los pensionistas cobren, que las carreteras existan, que la policía nos proteja, que los jueces impartan justicia. Los inspectores están en la base de la convivencia social y del feliz funcionamiento de los servicios públicos.
Pero no valen unos inspectores cualesquiera. Deben estar técnicamente preparados y adecuadamente motivados. Además, deben gozar de suficiente autoridad, que solo emergerá si los dos factores citados se cumplen. Las comparaciones internacionales nos indican que, afortunadamente, nuestros inspectores de Hacienda están muy bien preparados y actúan, por lo general, con exigentes criterios éticos. Y eso no se genera espontáneamente, sino tras largos estudios posteriores a su licenciatura y años de experiencia por parte de los directivos. Así, las oposiciones a la Inspección de Hacienda figuran entre las más exigentes de España.
Pero una amenaza se cierne sobre ellos, que equivale a decir sobre nosotros. So pretexto de "democratizar" la profesión, ha surgido un fuerte movimiento sindical que pretende devaluar ese nivel de excelencia, esforzada y largamente conseguido. Los que eso dicen demuestran no respetar la verdadera democracia, que nada tiene que ver con la degradación de los altos funcionarios. Esos neocosacos tampoco comprende la importancia social de que el nivel de los inspectores no decrezca. De hecho, sería catastrófico para el buen funcionamiento de la Hacienda Pública sustituir el sistema de acceso al Cuerpo de Inspectores por algún difuso mecanismo de promoción interna para abrir de par en par las puertas de esa institución.
Nadie niega el importante papel que los subinspectores desempeñan en las funciones de la Agencia Española de Administración Tributaria. Están bien preparados y motivados. Pero lo están para cumplir sus funciones, que no son idénticas a las de los inspectores. Dado el buen punto de partida de los subinspectores, deberían superar las oposiciones a inspector con más facilidad que los recién graduados universitarios. Y nadie les impide que, guiados por una legítima ambición, procuren promocionarse por esa vía. Pero, desde luego, causaría un fuerte e irreparable daño a la sociedad española diluir el actual nivel de exigencia de las pruebas de acceso a la inspección. Por el bien de todos, empezando por los más vulnerables, lo mejor será dejar las cosas como están, sin perjuicio de atender otras reclamaciones de los subinspectores. Pero no a costa del prestigio y la eficacia de la Hacienda Española. De hecho, devaluar no es sinónimo, sino antónimo, de democratizar.
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