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Por supuesto, [que las enfermedades desaparecerán], porque la vida es química. Cuando entendemos las bases químicas de las enfermedades, automáticamente podemos concebir estrategias químicas para corregirlas”. Así respondía Roger Kornberg premio Nobel de química a las preguntas de un periodista durante una Reciente estancia en España. Y más adelante ante otra pregunta sobre la cultura: “puedes no saber nada sobre Cervantes o Shakespeare y tener una vida muy productiva. Pero si no sabes nada de química, en mi opinión, no te beneficias de todo lo alcanzado por la civilización…”.
La idea de que en un futuro más o menos mediato será posible acabar con la enfermedad está muy extendida, especialmente entre los investigadores en ciencias básicas que han hecho su carrera entre tubos de ensayos. Pero en el mundo hay muchas otras cosas además de la biología celular y la bioquímica. De hecho, la ciencia ha cambiado, aunque algunos científicos sigan creyendo que es solo aquello que se hace en los laboratorios. La ciencia es hoy multidisciplinar y transversal. Y la ciencia médica es hoy sobre todo sistémica.
Pero volvamos al fin de las enfermedades propuesto por Kornberg. Quienes así opinan tienen, por lo general, una visión mecanicista de la vida, de la biología y de la enfermedad. Claro que las enfermedades se producen en el cuerpo humano, ¿dónde sino iba a padecerlas?, pero en la mayoría de las ocasiones las causas, al menos en parte, están fuera de este cuerpo. Y es esto lo que hace que muchas de las enfermedades, especialmente las de nuestro tiempo, sean enfermedades históricas. Siempre fue así. Las grandes epidemias de peste y de cólera que asolaron Europa en la Edad Media ciertamente eran debidas a la presencia de un microorganismo que infectaba el cuerpo, pero “la causa” eran las deficiencias en la salubridad de las grandes aglomeraciones urbanas. También hoy la mayoría de las enfermedades (la obesidad, muchos tipos de cáncer, la diabetes, las enfermedades cardiovasculares, osteoarticulares, alérgicas, etc.), son enfermedades por desajuste entre un modelo de vida, el que corresponde a las sociedades occidentales, desarrolladas, industriales y capitalistas, y una biología que todavía permanece en el preneolítico. Los bioquímicos como Arthur Kornberg conocen muy bien los mecanismos moleculares de todas ellas, pero ignoran, al parecer, las causas del desajuste. Tal vez porque solo saben química y no han leído ni a Cervantes n a Shakespeare, como presume nuestro premio Nobel. Ni tampoco al gran Rudolf Virchow quien además de ser uno de los padres de la moderna medicina tuvo una aguda conciencia social, como dejó claro en los finales del siglo XIX con su tesis de que “la medicina es ciencia social, y la política no es otra cosa que medicina en gran escala”, inaugurando así la época de la medicina social que tanto ha contribuido al bienestar de millones de personas. Ni tampoco a Don Santiago Ramón y Cajal quien en sus Cuentos... desarrollaba aquellas cuestiones que los límites estrechos y modestos del método científico impiden abordar. Es el caso del Dr. Alejandro Mirahonda en el Fabricante de honradez (1922) quien tras la experiencia (desastrosa) de haber vacunado contra el mal y haber conseguido su desaparición en los habitantes del pueblo de Villabronca, se hace las siguientes reflexiones: “¿Estamos seguros de que la finalidad de la raza humana consiste en vegetar indefinidamente en el sosiego y la mediocridad? La supresión del mal ¿no implicaría quizá el mayor de los males”. Estas son el tipo de preguntas que un científico responsable debería de hacerse antes de embarcar a toda la población (como hizo el personaje del cuento de Cajal) en experimentos fáusticos cuyo servicio a la humanidad está por demostrar. Porque lo paradójico es que hoy hay más personas sanas que nunca y también más enfermos, si consideramos enfermos a toda aquella persona que necesita del servicio de la medicina.
Y esto a pesar de todo el empeño despatologizador actual. Porque en contra de lo que se cree la despatologización está llevando a una mayor medicalización y si el futuro que se nos anuncia es el de la intervención del cuerpo por la IA, la biogenética y la tecnología ciborg, entonces toda la sociedad terminará medicalizada haciendo buena la vieja profecía de Fenando Savater de un futuro “estado médico” que nos controlaría a todos.
Lo que queremos decir, en fin, es que la afirmación de que algún día conseguiremos acabar con la enfermedad forma parte de la ingenua tesis de muchos bioquímicos e investigadores básicos que sólo ven las bases biológicas de las enfermedades y confunden los mecanismos de la enfermedad con las causas. El conocimiento de los mecanismos ayuda a tratar y es un asunto de la ciencia y de la medicina. El conocimiento de las causas ayuda a prevenir y es este un asunto, sobre todo, de la política. Es una de las razones por la que la antinomia entre ciencia y política hay que repensarla. Aunque a algunos les parezca extraño los seres humanos no sólo padecemos enfermedades, sino que “las inventamos”. No a la manera de Le malade imaginaire de Moliere, sino a la de Virchow y Cajal. La enfermedad tiene un componente histórico y para que desaparezcan las enfermedades los bioquímicos utópicos tendrán antes que acabar con la historia. Pero a lo mejor están ya en ello y no nos hemos enterado.
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