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Hacia finales del siglo XII y principios del XIII los historiadores detectan lo que han dado en llamar herejías sociales, una serie de movimientos cristianos de carácter popular que chocaron con la Iglesia de la época a la que acusaban de haber traicionado el Evangelio viviendo en la opulencia y la corrupción. La respuesta del papado fue distinta según la radicalidad de esos movimientos. Así, los cátaros fueron excomulgados en masa y el Pontífice decretó contra ellos una cruzada guerrera; en cambio fue muy distinto el caso de los franciscanos. Francisco de Asís quiso fundar una especie de organización desorganizada sin reglas, sin conventos, sin clérigos y sin propiedades que viviese de limosnas; un contraste peligroso con la rica y poderosa Iglesia de su siglo. Francisco estuvo a punto de ser condenado pero se sometió: los franciscanos se convirtieron en una orden religiosa más con reglas, conventos, sacerdotes, tierras y propiedades. Desde el borde de la hoguera Francisco saltaba a los altares.
Más complicado para los historiadores son los valdenses a los que la historiografía moderna no sabe si colocar entre los herejes o entre los reformadores. Liderados por Pedro Valdo (1140-1218) rechazaban los sacramentos impartidos por sacerdotes corruptos. Debo confesar que tanto Pedro Valdo como sus discípulos siempre me han caído bien: eran gente honesta y coherente que abominaban de predicar una doctrina y no vivir de acuerdo con ella. Si Pedro Valdo regresase del pasado a la España del siglo XXI rechazaría sin duda el discurso político de partidos y gobiernos por hipócrita y mentiroso. No se equivocaría. Cada vez resulta más evidente en Europa, con España a la cabeza, que la política en sí se encuentra a las puertas de su final histórico, hundida en el desprestigio.
Final de la política como cambio de paradigma. Si la tesis de Fukuyama sobre el fin de la Historia ha sido desmentida por el desarrollo de la propia Historia cabe entender el final de la política como su sustitución por la moral. El Príncipe de Maquiavelo desplazado por la figura del santo ya sea laico ya sea religioso. Va de suyo que la gobernanza de la polis, el liderazgo y los partidos seguirán existiendo pero ya no regidos por supuestos valores políticos sino por principios éticos de la persona concreta. En los colectivos políticos no existen (al margen de la propaganda) ni el bien ni el mal pues sólo en los individuos por separado se encuentran tales conceptos; como nos recuerda Darío Villanueva citando a Neil Potman “los partidos toman decisiones no por su criterio sino por la presión de las encuestas”. Dicho lo cual, y para ahuyentar suspicacias, debo añadir que no insinúo un regreso al sufragio censitario ni estoy proponiendo ensayos elitistas de gobiernos compuestos por sabios e ilustrados; se trata más bien de la hora de los espíritus nobles. Aquellos que se dedican voluntariamente a “lo suyo” hacen muy bien y no tienen por qué ser animados ni empujados a intervenir en los asuntos políticos; los espíritus nobles en cambio, aristócratas en la mejor comprensión del término, están dispuestos por un sentido del deber al abandono de “lo suyo”, familia y fortuna para dedicarse al servicio de la cosa pública; un acto de ejemplaridad personal incompatible por otro lado con la pertenencia a organizaciones cerradas de carácter político y estructura jerárquica. Una actitud ejemplar demandada y reconocible por el ciudadano. Ya a mediados de los años 90 del siglo pasado Eugenio Trías podía escribir premonitoriamente: “Creo en la aventura personal. Más que recetas políticas se trata de formas de reconversión de la propia persona”. Es pues en el denostado personalismo donde se encuentra la salvación.
Los viejos protocolos de la política, sostenidos por estructuras y aparatos mentirosos van dejando paso en el siglo XXI a la idea de la persona cabal. No hablo de utopías o distopías, me refiero a un proceso, ya visible para la estadística, que mi generación no verá concluido, pero que posiblemente sí verán los hijos y sin duda los menores de 30 años que desprecian la política y no ven una televisión cuya audiencia desciende cada día. Se trata, ahora sí, del final de las ideologías como degeneración de las grandes ideas fundantes del pasado y del creciente interés por “ir a las cosas mismas” (Husserl). La persona de Pedro Valdo sustituye a las tesis abstractas y amorales del secretario florentino.
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