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Con mi más sentido dolor por las víctimas, y sus familiares, y solidaridad con los afectados por el Gran Diluvio levantino de este final de octubre. El tema, me toca de cerca porque hace poco más de un año di a la luz un libro titulado Las catástrofes y los elementos. Historia cultural. Me voy a permitir unas reflexiones al hilo de esta nefanda actualidad.
Las inundaciones son recurrentes en la historia de la Humanidad como muestra el libro del Génesis. Una vez alcancé a ver con mucha nitidez desde un avión que atravesaba las estepas asiáticas el monte Ararat, donde la tradición dice que fue a parar el arca de Noé. Me pareció impresionante. El Gran Diluvio de Noé hizo correr mucha literatura. El jesuita Atanasius Kircher en el siglo XVII, sin ir más lejos, actualizó esa mirada, sobre una destrucción que cabría catalogar de “fundacional” de la Humanidad salvada de las aguas. En el siglo XIX se comenzaron a buscar pruebas y evidencias de ese Gran Diluvio. Los habitantes de la península ibérica, decían los cronicones antiguos, éramos biznietos de ese Noé, salvado de las aguas, ya que su descendiente Tubal, habría llegado a la península trayendo la civilización. Hombres y mujeres de las aguas, los ibéricos hemos fertilizado mediante irrigación campos inhóspitos, desde épocas lejanas. Valencia y sus huertas es un ejemplo elocuente. Por consiguiente, tenemos un trato íntimo con el agua, que nos habría convertido en expertos.
La distorsión ha venido después, cuando abandonando los cultivos tradicionales, acequias y cauces naturales, se ha optado por vaciar el interior peninsular de la población que los sostenía. Desde antiguo el agua llegaba con las riadas periódicas y previsibles, y se le “dejaba salir”. Porque al agua hay que dejarla circular, poniéndole sólo pequeños obstáculos, para domesticarla, pero no someterla. Por eso los cauces de las ramblas no pueden ser encauzados a toda costa, ni frenadas las corrientes con presas y represas, porque llegado el caso el agua tiende a encontrar su salida. En magnitudes aún mayores, las inundaciones del Mississippi, que tan bien describió el gran Mark Twain, han llegado a anegar en décadas pasadas hasta un tercio de Estados Unidos, buscando su salida hacia el océano. Esto es lo que los militares llaman lección aprendida, y que ni los estrategas de Estado, ni los ingenieros, ni nosotros, gentes de corta memoria, acabamos de asimilar nunca.
Por supuesto, está el tema de la acelerada y suicida urbanización de ramblas y márgenes de ríos. Recuerdo haber denunciado en los noventa la construcción de una urbanización en una rambla seca, y haberme dirigido a obras públicas del gobierno andaluz, que me reenvió a una confederación hidrográfica, que nunca me contestó. Pero lo más grave: lo planteé en una comunidad a la cual afectaba directamente el asunto y todo el mundo, sin excepción, miró para otro lado. Esa urbanización está condenada a acabar en el mar Mediterráneo, repitiendo en pequeño la tragedia de la Atlántida.
Ante lo que ha ocurrido, que pronto, muy pronto, será olvidado, me acuerdo de cómo falleció una gran mística, Isabelle Eberhardt, ahogada en el Sáhara. Corría 1904, y ella había ido a encontrarse con el comandante del puesto de Aïn Séfra, en la frontera argelina, el célebre Hubert Lyautey. Eberhardt había llegado al islam y al sufismo a través de una historia singular. Era hija de un pope ruso, y vivía con su madre en Suiza. Había conocido en Túnez al que luego sería místico católico Charles de Foucauld. Ella finalmente realizó su conversión al islam, habiendo sido apuñalada por un fanático que posiblemente la consideró una impostora. Tenían un gran interés en encontrarse con Lyautey, futuro colonizador de Marruecos. El destino hizo que una gran tromba de agua anegase Aïn Séfra, localidad rodeada de desierto. Eberhardt murió ahogada en un rincón de su casa, donde la encontraron acurrucada. El manuscrito de su libro A la sombra cálida del islam, fue mandado buscar por Lyautey de entre el barro. Los soldados lo hallaron. Ante hechos como este, la expresión que a un musulmán le viene de manera automática es maktub, lo que está escrito, el destino ineluctable.
Desde luego, no creo que sea el destino en sí, pero hay algo de esto en la tragedia levantina. Era previsible, ya que el riesgo estaba allí, como lo anunciaban con puntualidad británica todos los otoños inundaciones mayores o menores. Los medios para combatirlo no han sido los adecuados, sin lugar a dudas. Ahora bien, la culpabilidad ni siquiera es del Estado, es colectiva. Lo mismo que ahora ha acudido la gente en masa a auxiliar por el bien colectivo, lo cual es loable, hay que frenar el modelo sobre el cual estamos asentados, sabedores, en todo caso que la llamada “naturaleza”, las fuerzas ciegas de la tierra, como diría el geógrafo anarquista Eliseo Reclus, siempre nos va a hacer morder el polvo y hacer tragar las aguas. A las aguas desatadas hay que facilitarles la fuga. Sólo eso. Ojalá lo aprendiésemos. Pero me temo que no.
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