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Estaba sentado en una céntrica plaza pública de Granada, la de Bibarrambla, donde en el pasado se celebraron justas y fiestas, musulmanas y cristianas, cuando vi pasar hace años una comitiva política: eran Pedro Sánchez y Susana Díaz, a la sazón compañeros y rivales. Me quedé observándolos, desde la condición de anónimo espectador orteguiano. Susana miraba distante todo lo que ocurría con desconfianza, incluido al tiovivo que ocupaba el centro de la plaza. Este funcionaba a pedales. Pedro se subió con naturalidad y pedaleó un rato. Me impactó esta diferencia de atención al tiovivo por parte de Susana, distante, y Pedro, cercano. Este último entonces estaba librando una enorme, casi épica, batalla contra el pesado aparato de su partido por liderarlo. Era David contra Goliat. Yo, que propendo a simpatizar con los vencidos, me sentí inmediatamente identificado con su causa. Y lo he hecho hasta este pasado fin de semana, por la simple razón de que lo consideré -al margen de la nada recomendable tesis doctoral que se arrogó- un hombre que se hizo a sí mismo, venciendo obstáculos y adversidades.
Ahora, perdiendo toda dignidad, ha sido empujado por un ministro ventrílocuo como el señor Albares, que habla por gentes ignotas, a ejecutar una de las mayores felonías de las últimas décadas: entregar el Sáhara, que jamás de los jamases en la historia fue marroquí, a la avaricia alauí. La palabra que resuena en la prensa y las cancillerías es: traición.
Esta palabra, traición, tiene una resonancia en mis oídos, en este contexto, operística y teatral. Como cuando Rigoletto en la célebre ópera de Verdi, el bufón descubre que su hija ha sido deshonrada por el Duque de Mantua, y aúlla desesperado ¡maldición, maldición! Al igual que en II Trovatore, de temática hispana. La traición es una maldición que el traidor se auto-inflige, guiado por una oscura pasión. La traición tiene una dramaticidad en sí misma que sólo una suerte de teatro de la crueldad puede recoger con verosimilitud.
Pero no es lo mismo que la pronunciada por Putin para iniciar una depuración en su entorno, envuelto por las sombras shakespearianas a lo Macbeth, que lo amenazan en su solitaria nocturnidad. Putin busca la quinta columna, que es un concepto que, según el filósofo ruso Alexandre Koyré, surgió en la Guerra Civil española, para intentar en el cerco de Madrid dilucidar quiénes eran los enemigos ocultos. Manuel Chaves Nogales, en su hoy muy valorado A sangre y fuego, nos ofrece el relato magistral de la quinta columna madrileña en el que se observa el absurdo de aquella obsesión depuradora. Sin embargo, un líder democrático, como Sánchez, sufre la traición de otra manera. Se ampara en la "razón de Estado", no en las fidelidades a su persona, y justifica su giro en función de esta. La traición se convierte de esta guisa en el arte de gobernar, que Maquiavelo había previsto. Así don Fernando el Católico, muerta su mujer, la reina católica y mudéjar, Isabel, da curso libre a sus traiciones para llevar a cabo un gran proyecto. La traición, en consecuencia, sería el destino fatal de todo gobernante.
Ahora bien, la traición es una ruptura interna del sujeto, que queda deshumanizado desde el momento mismo de la traición. El coro, con el sentido de las tragedias griegas, parece repetir como un eco operístico, traditore, traditore, como una maldición que se cierne sobre todos.
Es lo que ha ocurrido con Sánchez. La historia se repite siempre, como sostenían Hegel y Marx, dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Si en la traición a los saharauis de 1975 fue trágica, por el propio momento que vivía España y la ambición desmedida del sátrapa alauita, que organizó aquella invasión ignominiosa llamada Marcha Verde, ahora, de manera gratuita, con la nocturnidad propia de un fin de semana, y aprovechando que nos ha cogido con la guardia bajada por la atrocidad de Ucrania, se ha mutado en comedia.
Desde luego, Sánchez ya no es aquel jovenzuelo con aspiración a líder que yo escrutaba mientras pedaleaba en un tiovivo, ajeno a lo que dirían los espectadores. Ahora, peinando canas, se ha transformado, lo quieran sus propagandistas o no, en la viva imagen del traditore, al abandonar a un pueblo indefenso en mitad del desierto, al albur de las hienas.
No querría nunca haber hablado en términos de "lo malo municipal", como decía nuestro Ángel Ganivet, pero la arbitrariedad cometida con esa gente doliente con la que estamos en deuda me obliga. Por supuesto, el Majzén alauita no tiene ninguna intención de federar su reino, y por ende de cumplir ningún pacto de autonomía con los saharauis. Una vez integrados con o contra su voluntad, serán majzenizados (de Majzén, grupo de presión mafioso), y acto seguido clochardizados (de clochard, vagabundo) -ya lo son cuando los más fanáticos sostienen que en el desierto solo hay camellos y poco más-. Pagarán muy cara su osadía de siglos de reluctancia a los sultanes y de independencia.
En este preciso momento vuelvo a recordar lo que me decía frecuentemente un amigo flamenco: "Donde no hay miedo no hay respeto". Y Sánchez, con su acto injusto, inesperado y en nocturnidad, nos ha dejado boquiabiertos, traicionados e indefensos.
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