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En un artículo anterior expresé que lo que sucede en la Iglesia Católica no es indiferente para nuestros contemporáneos, sean o no creyentes. Al margen de que la Iglesia forme parte indeleble de nuestras propias raíces cristianas, es tal su proyección en el mundo y su papel en la sociedad presente, que los acontecimientos por ella generados no pueden pasar inadvertidos. Lo vemos continuamente en las referencias prodigadas por los medios.
Uno de esos acontecimientos es el llamado Sínodo de la Sinodalidad, iniciado en el Vaticano hace apenas unas semanas. De entre sus contenidos es obligado pensar, nos guste o no, que serán los más llamativos (lo habitual no es noticia) aquellos de mayor controversia, y no los de mayor enjundia teológica; es decir, los temas relativos a la homosexualidad, el papel de la mujer en la Iglesia o al matrimonio de los sacerdotes. En definitiva, los asuntos que pueden parecer más actuales. Quedarán otros importantes en el tintero, a los que apenas se dará cobertura en los medios. Lo que no quita para que sean muchos quienes en última instancia se interesen por el asunto fundamental, compendio de los anteriores: el de hacia dónde va la Iglesia y qué tendencias parecen dominar hoy en ella.
En las últimas décadas, no es difícil observar que estamos asistiendo a una progresiva desdramatización de las condiciones exigidas para la salvación personal y la participación de las personas en los goces eternos. Y no se trata solo de la, tan frecuente, elevación hasta el cielo de los recién fallecidos, con independencia de su fe y obras aquí en la Tierra.
En los textos bíblicos y en los comentarios a los mismos por parte de la Iglesia discurren en paralelo sin contradecirse dos imágenes del Dios Padre e Hijo: la más querida y, obviamente, más deseada por los fieles, es decir, la del Dios misericordioso, compasivo, que no se cansa de perdonar, y, de otro lado, la de ese mismo Dios que exige del hombre, en uso de su libertad, una respuesta personal, operativa, de aceptación y puesta en práctica de sus mandatos, dirigidos a su bien personal y al del prójimo, aun cuando ellos exijan renunciar a muchos de nuestros propios deseos individualistas y mundanos.
Con el planteamiento de un año consagrado a la misericordia en 2016 se preparaba un camino, hoy ya perfectamente abonado, a potenciar esa imagen primera de Dios en detrimento de la segunda. De esta forma, a través de gestos y pasos sucesivos, a veces confusos, se ha enlazado con el Sínodo actual, donde se apunta con claridad la apuesta por la subjetividad, tanto del laico como del sacerdote, frente a la norma, aunque sea esta última la de la Iglesia de toda o casi toda la vida.
Ello abrirá paso, de hecho ya lo ha abierto en la práctica, a una actitud de tolerancia y condescendencia activas con determinados pecados, antes severamente rechazados, así como hacia quienes los han cometido. Los efectos de ella sobre la ley moral y la propia concepción del ser humano son incuestionables, sobre todo cuando la actual cultura dominante no cree en la existencia de una naturaleza humana dada, sino en una naturaleza artificialmente construida por los sujetos según su criterio subjetivo.
Al depender el juicio, por tanto, de una decisión personal, afectará, como no podía ser menos, a la propia potestad del sacerdote y de la autoridad eclesiástica a la hora de poner las penas y correctivos a las conductas desordenadas, sin tener necesariamente en cuenta la norma general. También lo hará a su propia conciencia. Y a la larga, asimismo, ha de afectar a la interpretación misma de ciertos pasajes de las Sagradas Escrituras, muy combativos con dicha condescendencia. Todo sin que se perciba a cambio, como compensación, un mayor acercamiento a la Iglesia de la gente animada por estas transformaciones. Lo probable es que suceda más bien al contrario.
De igual manera ocurrirá si, como ya se viene apuntado, se relativiza la prevalencia de la conversión a la fe católica para la salvación y se sitúa a esta como una creencia más entre muchas, o la preocupación por lo social y el entorno ambiente se superponen a la fundamental por la salvación de las almas, que es la que a todo hombre debiera acercar a la Iglesia.
Que los riesgos son enormes de cara al futuro de la misma, si el camino dominante tras el Sínodo apunta en la misma dirección seguida en Alemania al término de su sínodo nacional, donde todas esas tendencias prácticamente se han confirmado, está fuera de duda. Otra cosa será las respuestas que pudiera concitar el giro.
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