Germán M. Teruel Lozano

La Iglesia como contrapoder

La tribuna

12061015 2025-04-26
La Iglesia como contrapoder

Vivimos en una época de “brinco”, por decirlo con Ortega, y, en este contexto, la muerte de un Papa y su sucesión supone un fenómeno que captura la atención del mundo entero, no sólo por lo atractivo de la puesta en escena y de las intrigas vaticanas, sino porque, más allá de la relevancia que tiene para quienes somos católicos, la elección de un nuevo Papa supone un hito geoestratégico. La Iglesia Católica es una institución singular que, en el convulso mundo que se va esbozando, puede jugar un papel fundamental. De ahí la importancia del cónclave que se va a celebrar, porque el nuevo Papa marcará el rumbo de la Iglesia en un momento en el que el mundo se encuentra ayuno de referentes que disfruten de una voz con autoridad moral. Y el sucesor de San Pedro, sin lugar a duda, disfruta de una autoridad hipostática, anudada a una institución con largo recorrido histórico y que, para los fieles católicos, suma una legitimación divina, la cual, ejercida con el carisma adecuado, puede ser clave para dar algo de sentido en el actual desorden global.

Ahora bien, en mi opinión, en el mundo de hoy el rol de la Iglesia universal no ha de ser como poder, sino, precisamente, como lo contrario: ha de erigirse en un auténtico contrapoder, para lo que cuenta con unas cualidades que la hacen única.

En primer lugar, se dice que vivimos en un mundo postsoberano, donde los antiguos Estado-nación se han visto superados como centros de poder, tanto en sus relaciones con los demás, cada vez más dependientes en este espacio global, pero también en su propia organización interna, expuesta a injerencias y condicionamientos externos. Frente a ello, nos encontramos con una institución, la Iglesia, que, paradójicamente, siendo un microestado, ha logrado conservar una plena autonomía, tanto en su proyección exterior como en su interior. El cónclave de cardenales septuagenarios eligiendo al nuevo Papa es quizá el ejemplo más visual. El resto del mundo se encuentra “extra omnes”. Allí no hay miedo a injerencias rusas.

Pero, al mismo tiempo, la Iglesia era ya universal antes de que intuyéramos la globalización. Estamos ante una institución global que puede competir con cualquiera de los poderes privados del siglo XXI, desde los mercados financieros a los gigantes tecnológicos.

Y, además, lo hace como un ente que, con un sentido trascendente, es tangible. En estos tiempos donde prima lo digital, donde aparecen poderes sin rostro, la Iglesia tiene una presencia real, humana. Y lo hace transmitiendo un mensaje sólido cultivado a lo largo de dos milenios, que ha servido de humus en el que ha florecido la civilización occidental. Frente al adanismo y al relativismo rampantes, frente al individualismo indiferente y al ensimismamiento egoísta, frente al éxito capitalista, la Iglesia nos recuerda que somos deudores de una tradición, que existen unos ideales que se escriben con mayúscula (Bien, Justicia, incluso Belleza), que debemos promover una “cultura del encuentro”, como predicara el papa Francisco, y que el sentido de la vida no se encuentra en la riqueza, sino en amar.

De ahí que, según decía, el papel actual de la Iglesia creo que se encuentra en actuar como auténtico contrapoder espiritual, manteniendo ese escandaloso mensaje en una sociedad plural y abierta. Por ello, la Iglesia debe alejarse de quienes apuestan por rescatar reminiscencias nacionalcatolicistas. Ella, por sí misma, tiene fuerza para elevar su mensaje sin acudir a la sanción del poder público. Buscar convertirlo en un Código civil o penal sería una falsa victoria, contraproducente para el propio sentido de la religión. Del mismo modo, la Iglesia también ha de ser consciente de su fortaleza frente a movimientos políticos y sociales que pueden presentarse como hegemónicos. Lo hizo con el comunismo, donde la figura de San Juan Pablo II fue determinante, y creo que deberá hacerlo hoy contra el pensamiento woke y también contra el reaccionarismo de derechas. Hay quien considera que este último movimiento puede maridar bien con la doctrina católica, pero a poco que se atienda el mensaje evangélico que Cristo nos dejó se comprobará su lejanía. Precisamente en un momento en el que se banaliza la brutalidad contra los más débiles y marginados y cuando se expanden discursos excluyentes y la dialéctica amigo-enemigo alimenta una polarización afectiva creciente, esa mirada cristiana de quien busca el encuentro, de quien ama con caridad, debe apelarnos a lo más profundo.

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