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No ha concluido la pandemia y nadie sabe cuándo se erradicará ¿Quién se atreve a pronosticar un final que nos alivie de tanto temor? Quien lo haga será tal vez un insensato, pero necesitamos certidumbres. Necesitamos salir del mundo real que nos angustia al imaginario y virtual que nos consuele o nos distraiga. Superada la alarma inicial, la impaciencia y la ansiedad por ver el final se concreta en forma de predicciones y preguntas sobre lo que nos espera.
Las preguntas se plantean en dos planos intercomunicados: uno individual y otro colectivo, sea éste de escala tribal, nacional o mundial. Si somos nosotros quienes nos preguntamos por nuestro futuro, nos convertimos en nuestros predictores. Es necesario que lo hagamos para calcular riesgos, beneficios y pérdidas, sean de naturaleza moral o material. Las respuestas estarán fundadas en el conocimiento, deseablemente profundo, de nuestra realidad, más manejable a efectos de la prospección y del análisis que la de nuestros vecinos. Pero si ignoramos la realidad compleja del mundo, el resultado del escrutinio no pasará de ser un conjunto de respuestas autocomplacientes para espantar el pesimismo.
Y aunque el lector piense, replicando, que cada individuo posee su propia e íntima realidad, sus circunstancias personales y familiares distintivas, bueno será recordar al respecto los versos de J.A. Goytisolo cantados por P. Ibáñez, que hoy más que nunca, más allá de su belleza, nos proponen una nueva ética: "Un hombre solo, una mujer/ así tomados, de uno en uno/ son como polvo, no son nada/…Tu destino está en los demás/tu futuro es tu propia vida/tu dignidad es la de todos/".
Revive así la vieja idea: somos un cuerpo. Los demás a los que se refiere Goytisolo son todos los hombres conocidos y desconocidos, con rostro o sin él, con los que nos cruzamos diariamente, o allá donde vivan, de cualquier clase, raza y condición; y por esa honda razón, la solución a los problemas de hoy no puede perder de vista el sentido de comunidad y de humanidad, porque el mundo será a partir de ahora, como ha predicho Neil Melvin, más competitivo, menos corporativo y más fragmentado: una selva más intrincada y peligrosa. Como antídoto, J.P. Chevènement, reclama que las élites económicas, sociales y políticas deben dejar de concebir el mundo solo en función de sus intereses egoístas basados en principios hiperindividualistas. Es una opción razonable.
Se habrán de considerar, pues, las preocupaciones de todos, prioritarias en la escala de los problemas a resolver, relativas a la supervivencia material, sin cuya garantía ninguna otra cosa es deseable por sí misma, ni siquiera la felicidad. Y la prioridad por antonomasia es el trabajo. De tenerlo o no depende la supervivencia individual y social. El gobierno que no proteja al empleador en la misma medida que al empleado o viceversa, estará poniendo en riesgo la conservación del Estado. Y para llevar a cabo este objetivo principal se necesita más pragmatismo que ideología, porque la ideología siempre acaba quebrando la razón. Otras cuatro prioridades -sanidad, ciencia, educación, protección social y seguridad- deben ocupar la acción de todo gobierno responsable. Si se invierten en ellos todos, todos los esfuerzos presupuestarios, se alcanzará el Bien Común, esa expresión tan certera del pensamiento social cristiano.
Sin embargo, por experiencias recientes, no soy optimista. Se seguirá despilfarrando el dinero público en cosas que no son esenciales. Pero ningún ciudadano arrojado a la intemperie desoladora del paro entenderá que se siga subvencionando la barbarie: las grandes productoras de telebasura. Mientras ellos solo disponen de su pelleja, como dijera Marx, no se entenderá que se subvencionen proyectos para replicar odios pasados, la media memoria histórica, o los titiriteros millonarios del cine. Ningún parado entenderá y perdonará los cargos y los ministerios inútiles, como el de Transición ecológica, que solo sirven al interés de los que los ostentan y de sus clientelas.
Urge una nueva política, alejada de la soberbia, la ignorancia, el sectarismo, el narcisismo y el ensimismamiento. Faltan líderes honestos, experimentados y humildes que nos iluminen ese oscuro camino que emprendemos. Porque así como valdría la metáfora del buen capitán, que en medio de una gran tormenta es capaz de llevar el barco a puerto salvando a la tripulación, así también la del buen ingeniero que, conociendo bien las leyes de la electricidad, nos alumbre el camino.
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