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Muchos lectores después recuerdan primeras frases de obras maestras, hasta el punto de convertirlas en lugares comunes que también citan quienes nunca las leyeron. Otros tendemos a recordar escenas iniciales indelebles. Los pantalones blancos de los alabarderos reales aireados en un tendedero junto al río Manzanares, entre los que el niño Arturo Barea juega mientras su madre, que los ha lavado, sigue dejándose la piel en un lavadero público para sacarlo a él y a sus hermanos adelante, es una de ellas. Así comienza su trilogía La forja de un rebelde, una de las mejores obras de la literatura española del siglo XX, cuya edición original, curiosamente, o quizá no tanto, se publicó en inglés y fue editada en suelo español por vez primera a comienzos de la Transición, por Manuel Arroyo-Stephens. La vivacidad de ese recuerdo del niño Barea se transmite al lector con la atrayente y poderosa y extraña verdad que emanan las obras de arte –un libro, una pieza musical, una faena taurina– cuando son de ley, no falsa moneda, que es la de mayor circulación siempre en todas ellas.
Coradino Vega ha escrito un librito de ciento y pocas páginas, Arturo Barea. Retrato de un temperamento, que comparte con la trilogía de éste la verdad honda que a veces, pocas veces, alcanzan algunas artes. Demasiado olvidado, Arturo Barea (1897-1957) fue un escritor sin encaje. Por edad sería de la generación del 27. De la generación del 27 más dada a la prosa que a la poesía, la de Rosa Chacel, Ayala, Max Aub, Sender, etc., marcada por el exilio, es decir, el drama, a diferencia de la otra parte prosaica de la generación, que no se marchó, la de Jardiel Poncela, López Rubio, Mihura, etc., propensa a la comedia (ambas, eso sí, vivieron la misma tragedia). Por procedencia social y educación fue un desclasado: quienes se ganaban la vida con la cabeza lo veían un plebeyo; quienes se la ganaban con sus manos, un burgués intelectual. Quizá por esto, y por su forma de afrontar el hecho crucial de su vida, y de las de sus contemporáneos, la Guerra Civil, y de contarlo durante la contienda y ya exiliado, sólo encuentre verdadero acompañamiento generacional junto a Chaves Nogales, apenas seis semanas mayor. Acierta Vega al adscribirlo a este linaje, que es también el de Orwell y Albert Camus: escritores que no eran niños de papá y conocían la realidad del pueblo, la verdad de quienes fueron educados para obedecer y cumplir sus obligaciones, no el ideal teórico elaborado desde confortables despachos. Y por ello vivieron en esa escisión íntima, nunca restañada, de ganarse el pan con la cabeza cuando estaban destinados a hacerlo con las manos (¿por esto tendrán sus prosas ese poso terrenal, esa atractiva gravedad exenta de pesadez, como si cogieran las palabras con sus manos y no con esas como pinzas de tantos literatos que nunca tocaron ni conocieron la verdadera vida real?; ¿por eso, en el fondo, desconfiaban de ellos quienes sólo usaron sus delicadas manos para poetizar o teorizar y quienes sólo usaron sus rotundas cabezas para maquearse las mañanas de domingo que libraban o para embestir?).
El recorrido por la vida de Barea (la impronta de su madre, el descubrimiento de la corrupción en la guerra de Marruecos, el matrimonio que pronto lo carga de hijos, hijos que descuida, como acaba abandonando a la esposa iletrada, los trabajos cambiantes y anodinos, la aparición de Ilsa Kulcsar, periodista políglota que lo deslumbra porque tal vez encontró en ella su único y verdadero lugar de encaje en este mundo, con quien comparte sus últimos veinte años y lo anima a escribir y cuidará de su obra tras su muerte, el retiro en la campiña inglesa, las charlas en la BBC que le proporcionan un inesperado éxito en Hispanoamérica, etc.) lo traza Coradino Vega a la vez que va intentando entender cómo las generaciones precedentes a la suya, la de un español nacido en 1976, asimilaron guerra y dictadura. Las quince páginas del capítulo en el que explica cómo vivieron y contaron ambas sus abuelos y sus padres, en el que arroja una ponderada y certera luz sobre lo que fue la Transición y lo que debería ser una memoria histórica despojada de usos torticeros, son de lo más brillante escrito al respecto. Por ellas la lectura de esta obra sería recomendable, pero es que además pergeña un retrato cabal, pese a la brevedad, de Arturo Barea, y un enfoque muy atinado de nuestro pasado reciente, y no tan reciente. Entre tanto libro prescindible, hay que llamar la atención sobre esta semblanza, más chestertoniana en su espíritu que en su trazo, sobre este pequeño gran libro.
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