Carlos Javier Galán

La risa como herencia

La tribuna

Admiro a aquellas personas que, hasta después de muertas, nos siguen contagiando su buena onda a quienes se las apañan para seguir viviendo

La risa como herencia
La risa como herencia / Rosell

02 de enero 2024 - 00:00

En la boda de mi amigo Mario, el cura tuvo la desafortunada ocurrencia de abrir en la homilía una especie de coloquio, dirigiendo preguntas individuales a algunos asistentes sobre el evangelio leído y su aplicación práctica a la vida: el resultado rozó por momentos la tragedia. A ello hay que añadir que confundió reiteradamente el nombre de la novia y, ante la perplejidad de Clara –que así se llamaba de verdad la contrayente–, impartió detalladas instrucciones al novio para que amase a una tal Blanca hasta que la muerte los separase. Como Mario era muy ocurrente, el episodio de lo que bauticé como misa fórum y el error de identidad nos dio juego durante años.

Cuando, en efecto, la muerte nos separó prematuramente a todos de Mario, el sacerdote de su funeral no tuvo a bien obsequiarnos con unas palabras que nos reconfortaran, sino que decidió desplegar un discurso un tanto delirante, plagado de referencias al Apocalipsis. Yo tenía el alma rota, pero pensaba en lo que hubiera dicho mi amigo y no pude evitar abandonar aquella capilla con media sonrisa. Vi que Clara salía también igual:

–Te ríes de lo mismo que yo, ¿no?

Enseguida se nos acercó mi hermana:

–Hay que ver qué mala suerte ha tenido Mario con los curas…

En el funeral de mi abuela, que murió con 100 años, muchos sonreían también cuando hice mención a las típicas frases suyas en las que no daba puntada sin hilo.

Hace poco falleció en Sevilla, con 103 años, Concepción Góngora, la abuela Conchita de nuestro amigo Jorge –y un poco abuela también de toda la Hermandad del Rocío de Sevilla Sur–, una mujer cariñosa que transmitía alegría. Cuando sus hijos y nietos quieren recordarla, lo hacen con una sevillana, dedicada a su Huelva natal, que le gustaba cantar en los buenos momentos de celebración familiar. Y, entonces, las sonrisas se abren paso entre ojos empañados.

Hace algunas semanas asistí en Ávila a un Encuentro Eleusino dedicado a la memoria de Fernando Sánchez Dragó. Con su hija Ayanta Barilli como maestra de ceremonias, varios escritores y amigos del homenajeado trazaron un emotivo retrato y abordaron desde distintas perspectivas su amplia obra. Su pareja, la periodista Emma Nogueiro, además de ofrecernos un amoroso testimonio donde la persona se superpuso al personaje, decidió compartir con los presentes un vídeo personal grabado con su teléfono móvil, en el que le daba instrucciones para usar una lavadora y una secadora en su ausencia. El hombre que se las apañó para sobrevivir a mil y una tribulaciones por los cinco continentes, provocó afectuosas carcajadas con una exhibición de inutilidad que, cuando descendía al terreno de lo doméstico, nada tenía que envidiar a Mr. Bean.

Con una convocatoria de estas características, se corre el riesgo de que la tristeza inunde todas las jornadas. Pero no fue así. Hubo lágrimas, pero también momentos divertidos, como corresponde al legado de alguien que, en su libro El Sendero de la Mano Izquierda, dejó escrito este consejo: “Sonríe siempre, incluso cuando hables por teléfono. La sonrisa se nota en la voz”.

Con Fernando mantuve amistad durante treinta y siete años, desde que yo era un universitario inquieto, y me sigo riendo con un buen puñado de anécdotas, en medio de multitud de conversaciones interesantes y amenas, comidas fraternas, gestos de generosidad por su parte y no pocas aventuras compartidas, a menudo tan disparatadas como hermosas.

Cuando tanto cenizo siente la necesidad de contestarnos agriamente en redes sociales desde que apenas hemos dado los buenos días, cuando –también fuera de lo digital– tanta gente amargada se empeña en hacernos –y hacerse– la vida más difícil, cada vez aprecio más a quienes adoptan el buen humor por bandera, a quienes incluso intentan ponerle buena cara al inevitable mal tiempo. Admiro a aquellas personas que, hasta después de muertas, nos siguen contagiando su buena onda, a quienes se las apañan para seguir viviendo en la sonrisa que su recuerdo evoca en los demás.

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