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De entrada, cualquier regalo siempre agrada, aunque luego pueda convertirse en todo un problema. El obsequio, proporcionado a su causa, ha de ser entregado en el momento oportuno. Y el destinatario debe agradecerlo con prontitud. Hay presentes de todo tipo, y algunos salen muy buenos: duran eternamente, nunca se rompen ni se pierden.
Hasta los años sesenta, solo se regalaba en santos, cumpleaños, bautizos, primeras comuniones y bodas. Más adelante, los grandes almacenes aumentaron las posibilidades con los comerciales días del padre, de la madre y de los enamorados. A partir de los ochenta, se ha regalado con mayor frecuencia y excesiva generosidad. Y sin mesura, llegó la corrupción en la que cayeron los principales partidos políticos patrios. Los regalos ostentosos suelen resultar nocivos. Solo cuando reina el amor no hay límites para los obsequios.
Curiosamente, días pasados, un amigo médico me planteó los problemas que sufría una paciente por culpa de unos regalos "amorosos". La señora, cincuentona, acababa de enviudar, y le confesó que gozaba de una importante colección de juguetes eróticos que le había regalado su marido durante los últimos treinta años. Le comentó que los tenía de muy distinta ubicación corporal. En vibradores, desde unos muy antiguos que parecían sacacorchos con pilas, hasta otros ultramodernos con mando a distancia y resistentes al agua, pasando por tres con chapa dorada, como los que robaron hace unas semanas en una empresa de Carmona. A continuación, le recitó marcas y modelos de estos artilugios, en contraposición a otros aparatos electrodomésticos: "mire usted, se llaman Hot Rabbit, Satisfier, Womanizer… infinitamente más divertidos que los tristes y consabidos Thermomix, Vaporeta, o la Roomba esa, que limpia el polvo con un ruido insoportable". Tras esta revelación, y sin venir a cuento, la apenada dama le preguntó al galeno si tendría que inventariarlos en la liquidación de gananciales previa a la herencia de su esposo para no perjudicar a sus hijos y, en su caso, qué debería hacer con este arsenal sexual en su testamento.
En tono coloquial le di mi opinión al médico: son donaciones de su marido y, por tanto, de carácter privativo. Quedan al margen de la herencia del esposo, y aconsejo que la señora no los incluya en su testamento. Los hijos no han de enterarse de los placenteros juguetes íntimos de sus padres. Además, parece lógico que en el futuro la viuda aumentará el contenido del armero erótico, a su propia costa o con los fondos de una nueva pareja.
Mi amigo me prometió que cuando la señora apareciera por su consulta así se lo diría, y el muy socarrón añadió: "seguro que volverá a su casa muy consolada".
A veces, los regalos son una ridícula retribución en especie. Algunos foros culturales no cotizan el esfuerzo intelectual del conferenciante de turno. Estiman que le hacen un favor dándole la oportunidad de explayarse en público. Y se limitan a regalarle una placa o una bandejita. Yo mismo lo he padecido. Quizá el caso más grotesco fue a finales de 2003, en Madrid, con motivo de unas jornadas organizadas por un periódico de tirada nacional. Al terminar de dictar mi conferencia me entregaron un paquete muy coqueto. Lo abrí, y resultó ser un sacacorchos dorado. El director del ciclo me aseguró que era un modelo original de diseño modernista, y que a los demás conferenciantes también les había encantado… Lo agradecí y, estupefacto, me marché con el sacacorchos.
En algunas ocasiones no es fácil agradecer el regalo. Puede ocurrir que el presente llegue a casa solo con el remite de la empresa de mensajería, y el número de referencia del envío. Rotos los precintos y demás envoltorios, no aparece la tarjeta del regalador. Toca telefonear al transportista, quien contesta, que él solo tiene el parte de la tienda y aconseja que, "mejor vaya allí personalmente porque no le dirán nada ni por teléfono ni por correo electrónico". Cabe imaginar que la persona encargada en el establecimiento correspondiente respirará aliviada cuando oiga que, únicamente, se le solicita el nombre del remitente de un paquete. Acto seguido, con impostada soltura legal, sentenciará: "lo siento, la ley de protección de datos me impide dar esa información". Y ante el silencio desafiante del cliente, podría apostillar con chulería: "vamos, caballero, que no me saca el nombre ni con un sacacorchos".
P.D. Hace unos días recibí un regalo sin tarjeta: dos botellas de vino tinto de una afamada bodega riojana. Desde aquí, y disculpe la tardanza, muchas gracias. Las abriré con el sacacorchos de marras. Me ha salido bueno el regalo de aquella conferencia.
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