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Es reconfortante, y en muchos casos conmovedor, comprobar cómo nuestra gente está mostrando su solidaridad, traduciéndola en actos, con quienes han tenido que dejar sus casas en Ucrania y huir de su país ante la invasión criminal ordenada por Putin, el aspirante a nuevo zar de una nueva Gran Rusia. No son sólo las instituciones, sino un abanico muy amplio de entidades y organizaciones de la sociedad civil e incluso ciudadanos concretos, quienes, en las tres semanas desde que comenzó la guerra, no sólo acogen con los brazos abiertos a cuantas mujeres, niños y ancianos (pues en su gran mayoría los hombres en edad de combatir deben continuar allí) han huído del horror, sino que les ofrecen vivienda, un trabajo o llegan a recorrer casi tres mil kilómetros en sus coches o furgonetas para traerlos desde la frontera de Ucrania con Polonia, Hungría o Moldavia.
Ya hay niños ucranios en colegios de Málaga y en otros sitios de Andalucía, como nos muestran los noticiarios. Y se les da, con toda sinceridad, la bienvenida. Realmente lo merecen. Es una promesa de que esta va a ser -¡quién sabe por cuánto tiempo!- su nueva casa y que nuestros hijos o nietos serán sus compañeros de pupitre y de juegos. Significa, también, tratar de resarcirles de los miedos de días atrás cuando escuchaban las sirenas que advierten de bombardeos y tuvieron que abandonarlo todo para montar en trenes repletos que los condujeron a algún punto de la frontera. Pero no sólo aquí, sino prácticamente en todos los países de la Unión Europea, la acogida está siendo ejemplar. Ningún país, ni siquiera aquellos en que está muy extendida la xenofobia y gobiernan partidos de extrema derecha (como Polonia o Hungría), está poniendo traba alguna.
Sin duda, ello está siendo facilitado porque Ucrania es hoy -junto a las consecuencias aquí de lo que allí ocurre- el monotema de los medios de información: que haya una guerra en el corazón de Europa, a menos de dos mil kilómetros de nuestras fronteras, y que veamos cada día, a casi todas horas, a las víctimas inocentes de ella, conmueve a todo aquel que no sea un malnacido y genera nuestra empatía con quienes huyen de esa violencia. Esta ola de solidaridad ha sido propiciada por los gobernantes de todos los países de la Unión Europea, al haber activado por primera vez la Directiva de Protección para casos de afluencia masiva de refugiados que fue aprobada por el Consejo de Europa en 2001 y que no había funcionado hasta ahora. No se aplicó a los refugiados afganos, ni a los sirios -seis millones de los cuales han huido de su país a consecuencia de una guerra que dura ya once años-, ni a los de países africanos asolados por conflictos armados, ni a los exiliados colombianos, venezolanos y de otros países del mundo. La vergüenza de Lesbos, la isla griega convertida en inhumano campo de concentración, o las grandes sumas que se pagan anualmente a Turquía, Marruecos y otros países para que contengan allí a aspirantes al refugio, asilo o acogida en Europa, son consecuencia directa de la no activación de esa Directiva europea que prohíbe la devolución de los refugiados a su país de procedencia y dicta la obligatoriedad de conceder a todos ellos permisos de residencia y trabajo y apoyo financiero.
Es preciso felicitarnos de que ahora sí se haya activado la Directiva. En el caso del Gobierno español, incluso ampliando generosamente sus efectos al aplicarla también a los aproximadamente quince mil ucranios en situación de irregularidad que ya estaban aquí desde antes de la guerra y que ahora son regularizados. Y creando, además, un procedimiento exprés para la acogida que resuelve todos los trámites en 24 horas (cuando en la Oficina de Asilo y Refugio hay atascadas más de 80.000 solicitudes).
Vaya por delante mi total apoyo a esas medidas, pero confieso que me asalta una duda inquietante: ¿constituye todo esto una rectificación en toda regla de las políticas españolas y europeas respecto a refugiados e inmigrantes, que van a ser modificadas a partir de ahora o se contempla el caso ucraniano como una excepción? Si fuera lo primero, comenzaría a ser real el relato de una Europa defensora de los derechos humanos y los valores democráticos. Si lo segundo, sería un paso más en las políticas discriminatorias y de bunkerización, pues sólo abriríamos la puerta a quienes definamos como muy próximos a nosotros por su apariencia física, su historia, sus costumbres o sus creencias. Aceptaríamos a los "verdaderos y buenos refugiados", como dice Vox, pero no a aquellos estigmatizados por la sospecha de que puedan ser el caballo de Troya del yihadismo o sean sólo simples emigrantes, como repite la extrema derecha para justificar el rechazo a los "falsos refugiados". Hay que desear, fervientemente, que sea lo primero, porque lo segundo reflejaría una miseria moral y una inhumanidad inaceptable.
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