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Narra en sus fabulosas crónicas alguno de los tres fenomenales literatos que historiaron la tragedia, no sabría precisar ahora bien cuál, cómo en los calamitosos días del desastre de Anual, cuando de repente el ejército español de Marruecos se disolvió cual azucarillo ante el empuje de los insurrectos de Abdel-Krim, uno de los quintos evacuados a prisa y corriendo a la península, al bajar del barco que lo había transportado, arrancó a desgañitarse en los muelles de Algeciras, ululando "¡Viva el mar! ¡Viva el mar! ¡Qué viva el mar!" Los compungidos viandantes que contemplaban los berridos de aquel despojo humano, mascullaban: "pobre, con tanta desgracia el sol de África lo ha demenciado." Cuando el soldado, recuperando un resto de hombría al percibir los murmullos, se vino arriba y girándose, espetó a bocajarro a sus mirones, "¡Qué no! que no estoy loco. Nada que se le parezca. Qué si no llega a ser por el mar los moros habrían cruzado ya el estrecho y a estas horas estarían en Covadonga." La ineptitud de un ejército de reclutas, espoleada por la desidia del gobierno de turno, había llevado al desastre a una España decadente incapaz de afrontar por sí misma su miseria política, que para salvar los muebles se vio obligada a tirar de un plutócrata legendario oficiándolo como rescatista de los supervivientes prisioneros. Horacio Echevarrieta se llamaba aquel buen prójimo, que previo pago de un opulento dinero -salido nadie sabe dónde- obtuvo su liberación.
Y la anécdota viene a cuento de los que está sucediendo hoy en este catastrófico inicio de primavera con los incendios forestales. Un desastre que promete ser mucho mayor según avancen los calores veraniegos. La voluntad y el esfuerzo humano parecen incapaces de frenar un fuego ante el que los máximos responsables, en un gesto como de encogerse de hombros, gimotean por excusa el parte meteorológico ¡Es que no vienen lluvias! como insinuando ¡lo que la naturaleza no da, no puede el hombre remediarlo!
Y la pregunta que nos hacemos todos es ¿Pero que verdaderamente no cabe hacer nada? ¿Cómo es posible que todos los medios que la técnica en estos tiempos pone en manos de los hombres, no se pueda prevenir el fuego? La respuesta de un ciudadano que también es constitucionalista debe ser tajante, el problema no está en la naturaleza sino en la política ya que afecta directamente a cómo se gestionan y protegen los bienes que son de todos. ¿Qué hacer entonces?
Para empezar dimitir. Es democráticamente intolerable que el mismo consejero al que el año pasado se le quemaron cuarenta mil hectáreas, se esté preparando a estas alturas del año para comparecer informando del incendio de otras tantas. En democracia quien se equivoca o por acción u omisión la hace, la paga. Es de higiene política, es hasta estéticamente obsceno que nadie sea responsable de lo que está sucediendo y que la respuesta política sea mirar al cielo. Y cuando el responsable no dimita deberá ser cesado por el quien lo nombró.
Segundo, hay que articular instrumentos normativos que posibiliten una política forestal nacional común y aúnen esfuerzos contra el fuego de la única manera que es posible combatirlo, apagándolo ante de que se inicie. Al igual que sucede en otros muchos terrenos -la sanidad, la hidrología, la movilidad- las leyes marco del artículo 150. CE son el instrumento adecuado para elaborar una norma que imponga la cooperación Estado-comunidades autónomas destinada a atajar un fuego que no conoce de límites políticos ni administrativos. Una sola política preventiva para salvar un país que se está quemando a cachos sin que la dimensión global-nacional del problema parezca importar a nadie.
Otro tanto urge hacer con la estructura administrativa y operaria antiincendios, como también con la cultura forestal española, empezando por las escuelas. Hay que hacer partícipes a los habitantes de la España poblada y despoblada que el monte se nos quema a todos, salvo a los que habitan aquellas comarcas en que el aprovechamiento colectivo hace que todos prevean el fuego y apenas haya incendios.
Es desolador ver cómo quienes nos gobiernan repiten machaconamente que la lluvia puede remediar lo que los hombres no saben impedir o sofocar. La apelación a la lluvia como otrora al mar de África, debe llevarnos a recordar aquella sabia máxima del clásico que advertía que en política -como en la vida- no podemos pedir a los demás que nos ayuden a hacer lo que nos negamos a hacer por nosotros mismos. Y es que si los españoles no sabemos exigir a nuestros gobernantes que pongan de verdad los medios para combatir la adversidad, el fuego terminará devorando a todos y lo hará merecidamente.
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