Casa de Contratación, un buen contrato

EL SEXTANTE DEL COMANDANTE

300 años. El auge comercial, los naufragios en el Guadalquivir y la firmeza de Patiño llevarona la Corona a trasladar a Cádiz en 1717 el control de los negocios marítimos con las Indias

Un grabado de la Flota de Indias, cuya organización era una de las funciones de la Casa de Contratación.
Un grabado de la Flota de Indias, cuya organización era una de las funciones de la Casa de Contratación. / D.C.
Luis Mollá Ayuso

12 de mayo 2017 - 08:09

Este 12 de mayo se cumplen 300 años del traslado de la Casa de Contratación a Cádiz, motivado, a partes iguales, por la pujanza social y mercantil de la capital gaditana y las dificultades que en grado cada vez mayor entrañaban los tránsitos por el río Guadalquivir.

La Casa de Contratación funcionaba como una aduana que controlaba el tráfico a Indias tanto de personas como de mercancías. Creada en 1503, se ubicó inicialmente en el sevillano muelle de las Atarazanas, hasta que las frecuentes inundaciones motivaron su traslado al Alcázar. Durante el tiempo en que la Casa permaneció a orillas del Guadalquivir la capital hispalense fue uno de los emporios comerciales más florecientes de Europa, por lo que su traslado a Cádiz en 1717 supuso una importante quiebra económica para la ciudad, como le sucedería a Cádiz en 1778, cuando Carlos III promulgó el decreto de libertad de comercio con América para todos los puertos de España.

Hacia 1510, vistas las dimensiones del continente descubierto por Colón, la Casa de Contratación tuvo que desarrollar nuevas ordenanzas que definieran más adecuadamente sus competencias. Así se establecieron las normativas que debían cumplir las flotas, constituyéndose la figura del piloto mayor -el primero de los cuales fue Américo Vespucio-, responsable de la formación de los navegantes y de la salvaguarda del secreto de la cartografía que se iba perfilando con ocasión de cada viaje a América. Entre sus atribuciones, la Casa se reservaba el derecho a otorgar licencias a los buques que los distintos comerciantes querían enviar a Indias y, tras los primeros ataques de los corsarios, la organización de flotas, siguiendo el modelo de convoyes que aún seguía vigente durante la Segunda Guerra Mundial.

La Casa ponía especial énfasis en el recuento de los metales y piedras preciosas que llegaban de América, mercancías sobre las que los propietarios de las naves tenían que pagar altas tasas a la Corona, aunque se han encontrado barcos hundidos con la carga intacta, resultando ésta muy por encima de la consignada.

Otro asunto importante del que se encargaba la Casa de Contratación con especial diligencia era el control de los libros que viajaban a América, por considerarlos el motor ideológico de la nueva sociedad que allí pudiera establecerse. Por esta razón los libros eran el único artículo que no estaba permitido embarcar en fardos, sino que debía hacerse uno por uno tras la pertinente y escrupulosa censura.

Paradójicamente, fue el incremento del tráfico comercial lo que condujo al fin de la arcadia feliz sevillana y al principio del Shangri-la gaditano. Las cantidades de riquezas que iban y venían de América exigían naves mayores que las frágiles naos y carabelas, y los primeros naufragios de los pesados galeones en la barra de Sanlúcar o en los meandros del Guadalquivir no tardaron en producirse. La Corona, que llevaba tiempo pensando en cambiar la sede administrativa de la Casa, hizo de Cádiz la cabecera de las flotas en 1680, lo que propició que los grandes comerciantes indianos llevaran a la capital gaditana su aparato burocrático, momento en que comenzaron a surgir en Cádiz todo tipo de casas-palacio. La ciudad se convirtió en referente del comercio de ultramarinos, aunque las funciones administrativas seguían en Sevilla, principalmente porque no se consideraba que Cádiz estuviera suficientemente defendida y podía ser objeto del ataque de los piratas de la época. Los comerciantes gaditanos reaccionaron y ofrecieron al rey 36.000 pesos para mejorar el sistema defensivo de la ciudad, argumentando Sevilla una serie de razones de índole administrativo y de seguridad para que la Casa permaneciera ubicada en la capital hispalense. Vistos los testimonios de unos y de otros, Felipe V decidió crear una comisión que estudiara el asunto y ponderara los pros y contras de cada ciudad, saliendo Sevilla elegida en las conclusiones, aunque José Patiño, cuyas palabras eran ley en los oídos del rey, inclinó definitivamente la balanza en favor de Cádiz, donde la sabia gestión y administración del almirante gaditano Andrés de Pes hizo el resto.

La Casa de Contratación se instaló inicialmente en la plaza de San Agustín, para pasar poco tiempo después a otro edificio mayor en la calle de San Francisco. En 1770 se puso la primera piedra de su emplazamiento definitivo en el llamado Palacio de la Aduana, que hoy alberga la Diputación. Para entonces Cádiz se había convertido en la puerta de salida de España de cuantas manufacturas o productos naturales viajaban al Nuevo Mundo, fundamentalmente ganadería, tejidos, trigo, herramientas, aceite y vino de Jerez, y la de entrada de todo lo que se producía al otro lado del Atlántico, principalmente tabaco, maíz, cacao, azúcar, cochinilla, índigo y lana de vicuña. Si en 1748 entraron por Cádiz dos millones de pesos, 50 años después fueron 40. Con más de mil barcos al año, el puerto de Cádiz era el más transitado de Europa. La ciudad, que duplicó su población hasta las 70.000 almas, sufrió una tremenda transformación urbanística y en muchas azoteas comenzó a apuntar al cielo un elemento nuevo en la arquitectura de la ciudad: las torres miradores que vigilaban la llegada de los barcos de América. En el esplendor de su siglo de oro, que coincidió con la situación de decadencia que se vivía en el resto de España, llegaron a Cádiz comerciantes de todo el mundo a los que se conocía como Cargadores de Indias.

Y con el impulso de la capital, se repoblaron de manera notable el resto de ciudades de la bahía. Puede decirse, efectivamente, que la llegada a Cádiz de la Casa de Contratación resultó un sustancioso contrato no sólo para la ciudad, sino también para las villas vecinas. Lamentablemente, el maremoto de 1755 y las epidemias de peste que se sucedieron en la época significaron el comienzo del fin, de manera que el Reglamento de Libre Comercio de 1778 no fue más que la puntilla de una ciudad que nunca recuperaría su capacidad comercial. La magnificencia de Cádiz en su época de mayor expansión aún puede sentirse visitando el Museo Iconográfico de las Cortes de Cádiz, en la calle de Santa Inés, donde el visitante puede hacerse una idea de la magnitud de la ciudad contemplando la joya del museo: la gran maqueta de Cádiz elaborada por el capitán Alfonso Jiménez por encargo del rey Carlos III.

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