Políticos y cofradías
L OS políticos son responsables de la cosa pública, y las cofradías son usuarias de todos los servicios públicos que deben disponerse para la normal función cultual inherente a sus fines. Así que, sentado este axioma absolutamente indiscutible, la relación entre lo cofrade y lo público, es decir, entre las cofradías y las instituciones públicas, tiene que ser obligatoriamente fluida, a pesar de que a veces puedan existir divergencias de fondo entre las unas y las otras.
Distinto es, cuando en vez de hablar de instituciones, hablamos directamente de quienes las dirigen, es decir, los políticos democraticamente -o no- elegidos por el pueblo. Entonces la cosa suele cambiar un poco, ya que por norma general -algún que otro ejemplo de caso contrario hay- no hay político que no busque permanentemente el beneficio para el partido que le da cobijo, usando para ello cuantos fines le son puestos a su disposición de manera constante, no por pertenecer a un partido -ojo- sino por ostentar cargo público.
A partir de ese instante, y a pesar del color político que se tenga, hay políticos que se arrogan el derecho a opinar, a influir en las decisiones que se deben tomar en ámbito cofrade, a crear polémicas y debates la mayoría de las veces absurdos, o a plantear futuros avances en beneficio de no se sabe bien qué modernidad, en vez de dejar tranquilo al personal, permitiendo el libre ejercicio de los libres derechos fundamentales recogidos en la Carta Magna que todavía nos rige.
Una 'tocada de narices' constante, en la que además es muy habitual el uso de argumentos inconsistentes y demagógicos, de esos que luego aplaude ese vocerío aún más inconsistente, y que tiene como único fin la desestabilización permanente de ese inmenso colectivo ciudadano que existe por estas tierras desde el siglo XIV, ese al que ni los políticos de turno, ni los años de peor relación con la Iglesia, ni siquiera el propio sustrato interior de las propias cofradías, llegó a cargarse nunca.
Por algo será, como también será por algo el hecho de que siempre estemos en el disparadero del último que llega. ¿Será cuestión de envidia, o es que el hecho de seguir a Cristo nos hace realmente tan grandes?
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