Al principio, fue la Veracruz

Imágenes de San Dimas y del Santísimo Cristo de la Esperanza.
Imágenes de San Dimas y del Santísimo Cristo de la Esperanza.

17 de abril 2014 - 01:00

A mediados del siglo XVI Jerez era una ciudad grande y próspera, llena de ricos, pobres y frailes. Nobles terratenientes, beatas enloquecidas, mercaderes extranjeros, artistas y artesanos, legiones de sacerdotes, leprosos y tullidos, prostitutas, soldados, huérfanos, pícaros, campesinos, viudas desahuciadas, caballeros veinticuatro y bolizas de muy diverso pelaje pululaban por sus calles. Hasta aquel entonces, la religiosidad exaltada del pueblo se había vivido en torno a dos tipos de cofradías: las devocionales y las asistenciales.

Entre las primeras se llevaban la palma las del Rosario, en el convento de Santo Domingo, y la de la Limpia Concepción, en el de San Francisco, que arrastraban, entre ambas, a un tropel de fieles. Por su parte, las asistenciales surgieron para tratar de paliar la situación de los más desfavorecidos. Llegó a haber 14 hospitales de escasos recursos y gestión tan corrupta que a finales del XVI Felipe II decretó una reducción que los dejó en dos. En realidad, la mayor parte de ellos eran casas mal acondicionadas en las que se refugiaban los enfermos para no padecer su mal tirados en la calle, pero poco más.

En este momento llega a Jerez una nueva manera de entender la religión, que no es otra que la cofradía de penitencia. Según el modelo que ya existía en otras ciudades españolas, como Toledo o Sevilla, van a surgir grupos de devotos cuyo fin era realizar una serie de prácticas piadosas entre las que se contaba una procesión e la que además de imágenes, marchaban los cofrades bien portando una vela o bien aplicándose disciplina. La primera de todas en nuestra ciudad, fue la Veracruz.

(Ahora es cuando la mayor parte de ustedes monta en cólera proclamando a los cuatro vientos Pero, ¿qué Veracruz, ni qué niño muerto? La mía sí que es la más antigua. Cuando se les pase el sofoco, sigan leyendo. Si no se les pasa, tómense una tila. Si persiste aún, váyanse a la Venta del Nabo, porque no tienen razón)

Todo empezó en una iglesia de la calle Medina, a la que al poco tiempo se añadió un convento de Franciscanos Terciarios. Fueron tiempos de esplendor, de pleitos interminables y donaciones fabulosas, de luz y sangre, Lágrimas y Esperanza. La nobleza acudía al monasterio a porfía y pronto nacieron otras cofradías de penitencia que empezaron a conformar nuestra Semana Santa. Soplaron vientos favorables, pero llegó un día en que todo se volvió tormenta. Desamortizaciones, exclaustraciones, revoluciones, desalojos, motines y huidas apresuradas. La cofradía cayó malherida a mediados del XIX, mientras veía cómo su convento era vendido y derribado y sus imágenes refugiadas en el Convento de San José.

Durante años sopló el levante, tratando de borrar la huella de la que un día fue la primera de todas las cofradías. Romero Martínez y Villamarta pisaron el solar histórico, mientras que el Lignum Crucis, madre de todas las reliquias, se trasladó a San Miguel, donde aún se guarda. Pero no pudieron con la Veracruz. La memoria de la grandeza de otros siglos siguió intacta y a mediados del XX nuevos hermanos fueron recogiendo, pacientemente, los restos del naufragio. Primero en los Marianistas y luego en San Juan de los Caballeros, la hermandad se recompuso y volvió a salir, proclamando con orgullo su historia a cada paso.

No voy a mentirles, me encanta ver a la Veracruz por la calle, presumiendo de antigüedad a la vez que juega a ser antigua en una suerte de arqueología cofradiera que cada año nos regala detalles exquisitos. En una Semana Mayor que cada año se parece más al carnaval de Trebujena, reconforta ver un cortejo tan elegante como el que desfila desde San Juan. Insignias vetustas, helechos bajo la cruz, música fúnebre, seriedad estricta, un palio sobrio y hermoso... Memoria de glorias pasadas. Cada año algo nuevo que nos transporta a tiempos perdidos.

Como siempre, en primavera, la tarde del Jueves Santo saldré a la calle a respirar el aire de otros siglos, a revivir el teatro sacro que nos legó el Concilio de Trento. Y en silencio, os daré las gracias a vosotros, cofrades y amigos, por apartarme durante un rato del torrente de fealdad y chabacanería en que se está convirtiendo esta Semana.

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