Benedicto XVI: el Papa que renunció en latín y se fue en helicóptero
Así era Ratzinger
En sus tres encíclicas se aprecia la evolución de su pensamiento y en su renuncia está el ejemplo insólito para una clase dirigente que se aferra al poder
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Habló en latín para anunciar su renuncia y se marchó en helicóptero. Fue un intelectual para un mundo superficial, escribió con hondura e investigó con rigor para una sociedad marcada por la velocidad y la fatuidad de las redes sociales. Benedicto XVI tuvo tanta altura que en muchas ocasiones pareció valorado solo por una minoría muy cualificada, más allá de la papolatría propia de una sociedad de medios de comunicación donde la sotana y el solideo blancos lo eclipsan todo.
No iba para Papa, sino para seguir siendo un cardenal dedicado a trabajar el pensamiento, el rigor, el trabajo reflexivo. Muy probablemente la homilía que pronunció en el funeral de Juan Pablo II lo elevó al ministerio petrino. Los cardenales venían de un pontificado largo e intenso a cargo del inolvidable polaco y se encontraron con unas palabras que fueron un baño de realidad en el momento oportuno. El cardenal Ratzinger instó a la jerarquía eclesiástica aquel día a servir al pueblo de Dios, a olvidar el carrerismo y la promoción personal, a promover la transformación de la Curia, a forjar sacerdotes que tengan clara su vocación de servicio. Todo lo que no fuera servir al pueblo de Dios debía y tenía que ser desterrado. El mundo entero pudo asistir a aquel discurso retransmitido en directo que incluyó, cómo no, un azote contra su principal enemigo: el relativismo. Para muchos hoy sigue siendo un homilía demoledora.
La evolución de su pensamiento nuclear está recogido en sus tres encíclicas. En la primera, publicada el 25 de diciembre de 2005, la Deus Caritas est, trata sobre la Eucaristía. En la segunda, con fecha de 30 de noviembre de 2007, Spe Salvi, aborda la salvación y la redención del género humano, ofrece un mensaje de esperanza para la salvación de cada individuo. Y en la tercera es donde quizás se aprecia más esa evolución tras varios años ya en el gobierno de la Iglesia Universal. Publicada el 29 de junio de 2009, la Caritas in veritate, se preocupa por el desarrollo humano integral, ofrece un sentido más práctico tras las dos primeras volcadas en la Eucaristía y en la salvación del hombre. En esta tercera y última encíclica retoma la línea de la firmada por Pablo VI, la Populorum progressio, de 28 de marzo de 1967. Ratzinger siempre ha destacado por una redacción escrupulosa y una línea argumental estructurada.
Nunca renegó de la liturgia emanada del Concilio Vaticano II pese a lo que algunos han denunciado. La figura de Ratzinger ha sido objeto en demasiadas ocasiones de juicios ligeros, epidérmicos, frívolos y osados. Siempre se basó y fue fiel a los criterios establecidos por el Concilio en el que, además, participó activamente.
Muchos recuerdan la de veces que lo veían pasear por la Plaza de San Pedro en su etapa al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, un hábito que dicen que probaba su humildad y sencillez personales. En no pocas ocasiones saludó a sacerdotes españoles con los que se encontraba en esos minutos de asueto, en los que siempre lucía boina y abrigo y portaba el maletín que formaba parte de su estética particular. El párroco de pueblo que quiso ser en su Baviera natal.
Siendo Papa publicó su trilogía sobre Jesús de Nazaret, un texto denso hasta para los más versados. En el arranque de la obra deja claro que se trata de sus reflexiones y estudios como Joseph Ratzinger, no como Benedicto XVI. No quería que nadie viera dogmas en un texto que era nada más y nada menos que su trabajo como pensador. No deseaba bajo ningún concepto que fuera leído como el libro de un Papa, aunque se publicó cuando lo era. Todavía se recuerda su discurso de Ratisbona, donde sus alusiones al islamismo generaron fuertes polémicas. No se entendió su búsqueda de la verdad, el constante anhelo de un investigador no siempre comprendido, mucho menos en una sociedad asfixiada tantas veces por lo políticamente correcto.
La brillante carrera de un intelectual como Ratzinger se interrumpió para muchos con su llegada al papado. Fue Papa a los 78 años tras un cónclave rápido. Llegó al puesto con una edad ya avanzada. Tenía toda la información sobre las luces y sombras de la Iglesia de Roma, la siempre controvertida curia, los retos que llegaban de tantas naciones del mundo: la corrupción moral y económica en la propia jerarquía eclesiástica, los cristianos perseguidos, la ola de frío espiritual... Sus años al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe le ofrecían una perspectiva precisa sobre todos los problemas, un puesto donde contaba con unos plazos para resolver cuestiones de los que no iba a disfrutar de Papa, cuando hay decisiones que no pueden esperar esa serena reflexión siempre recomendable. No era lo mismo investigar, reflexionar y resolver sobre la Fe que gobernar a pie de tierra con el desgaste de los nuevos enfrentamiento de cada día. El pastor e intelectual se tuvo que convertir en gobernante cuando rozaba ya la condición de octogenario.
Vivió en directo el doloroso declive de su querido Juan Pablo II, una experiencia que sin duda le marcó y fue clave para anunciar su renuncia al ministerio petrino, algo inédito en los últimos 800 años de la historia de la Iglesia Católica. Tenía claro que debía estar en plenas facultades para asumir los retos de la Iglesia del momento que le había tocado vivir, una Iglesia que ya no podía ni debía aplicar los criterios de ocultación sobre determinados asuntos espinosos. Tal vez tuvo muy claro que un Papa en declive queda en manos de una curia, donde, por cierto, siempre se encuentra la “lepra”, según denunció Francisco en sus primeros días de pontificado.
Ratzinger ha sido un emérito con silenciador. Cumplió su palabra de retirarse al estudio y la oración, dos hábitos que un intelectual de su talla probablemente echaba mucho de menos desde que fue Papa. Jamás dio problemas a Francisco. Ratzinger se convirtió en la encarnación del silencio. Su renuncia potenció aún más la autenticidad del personaje en un mundo donde nadie deja el poder de forma voluntaria y por convicción personal. Su gesto fue el de un verdadero gigante, una prueba que no supera ni un solo político contemporáneo. Nadie deja un cargo y se retira a la discreción más absoluta. Nunca ha sido una interferencia para Francisco desde su apartamento, donde se dedicó a escribir, leer y rezar atendido por un pequeño grupo de religiosas y su secretario personal.
Se da por hecho, por cierto, que la primera encíclica de Francisco recoge en buena medida los contenidos de la que hubiera sido la cuarta de Benedicto XVI.
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