Aquel hombre me contó que, de niño, sus abuelos le colaban en la plaza de toros. Guarda recuerdos de entonces: Bienvenida, Ordóñez, Camino, El Viti, Pedrés, Curro y, por supuesto, El Cordobés, epicentro del debate taurino. Después, adulto, siguió yendo a algunas corridas: Morante, los Manzanares, José Tomás … Ruiz Miguel, Galloso, Paula, Curro (el mismo). Le atraían el ambiente, el riesgo, la belleza y la bravura del toro, la pasión en el tendido.

Pero, poco a poco como llamita de vela recién encendida que tarda unos segundos en crecer, escuchando debates y opiniones de compañeros y, sobre todo, leyendo, razonando y pensando, algo imprescindible para existir, llegó a la conclusión de que no hay derecho a que antes de matar un animal se le torture con una lanza (pica) y arpones (banderillas) en la espalda, hasta llegar a una o varias cuchilladas que le parten los pulmones, la aorta, el corazón. Y puñaladas en la nuca… Dice que al principio se sentía como un alcohólico al que apetece mucho un trago que no debe tomar. Superada esa fase, ya no va a los toros, ni los ve.

Desde hace tiempo la ley dice que “el sacrificio o matanza debe realizarse sin causar a los animales dolor, angustia o sufrimiento evitable” ¿Por qué esto se aplica en el matadero y no en una plaza de toros? Y no vale decir que los toros son parte de una identidad cultural. Hay cuestiones como tirar cabras del campanario, los correbous, el toro de La Vega, el machismo o el belicismo que, aunque sean o hayan sido elementos culturales, hay que desterrar sin demora. La libertad no es eso.

Que la supresión del Premio Nacional de Tauromaquia sea un paso para que las plazas de toros se conviertan exclusivamente en sedes de cultura popular (conciertos, flamenco, ópera, zarzuela, teatro, ballet…) o en los equipamientos sociales que tanta falta hacen.

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