La cosa misma

La suerte de esos presos, felizmente vivos y alimentados por el Estado, es que atentaron contra una democracia

Aprovechando el barullo, don Arnaldo Otegi se ha lanzado a pedir que suelten a los presos de ETA, gente simpática y honesta, quizá un poco asesina en algún caso, porque ello sería bueno para la convivencia. No sé si don Arnaldo conoce el significado exacto del verbo “convivir” –nos tememos que no–, pero hay en esta petición una ceguera deliberada, una ignorancia activa, acaso más preocupante que la suelta de reos. Hablando de volver a casa, el señor Otegi se ha olvidado de solicitar la vuelta de las decenas, centenares de miles de vascos que tuvieron que marcharse para salvar la vida y la hacienda, cuando don Arnaldo se dedicaba, en sus ratos libres, a secuestrar vecinos. Pero claro, si estos vascos en la diáspora volvieran, igual don Arnaldo no estaba donde está. Y tampoco el señor Ortúzar, por poner un ejemplo de ambigüedad muy poco ambiguo. De donde cabe colegir que el señor Otegi igual no se refiere a la convivencia, sino a su contrario. A la innecesariedad de convivir, después de haber desalojado al oponente a tiros.

Es lo bueno de ser poeta. Juan Ramón Jiménez, un maqueto con el Rh equivocado, tenía sin embargo cierta propensión a la exactitud: “¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas!/ Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mi alma nuevamente”. Lo que pide el señor Otegi, al decir que “en todos los conflictos del mundo cuando ha desaparecido la violencia armada los presos vuelven a sus casas”, es que aceptemos como válidas dos premisas inaceptables: la atribución de conflicto armado a un mero episodio de terrorismo; y la consideración, como parte, incluso distinguida, de la sociedad, a quienes la fracturaron y la destruyeron minuciosamente. El señor Otegi hace bien en reclamar la impunidad, e incluso el homenaje, de sus compañeros en el crimen. Cosa distinta es que esa burla a los vascos concernidos por tales hechos (los vascos asesinados, secuestrados, extorsionados y desplazados por el nacionalismo armado al que perteneció, con galones, el señor Otegi), pueda reputarse de conciliadora.

En un conflicto armado como el que dice don Arnaldo, es poco probable que alguno de los valientes gudaris, hoy en prisión, hubieran sobrevivido. La suerte de esos presos, felizmente vivos y alimentados por el Estado, es que atentaron contra una democracia para imponer su entrañable distopía racista; y que la naturaleza democrática de su adversario es la que los ha traído hasta aquí, sanos y salvos, en su lucha indesmayable contra la convivencia.

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