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Análisis

Eduardo Corral

El aborto ¿Derecho fundamental?

El pasado 11 de abril, el Parlamento Europeo aprobó por mayoría instar a los Estados Miembros a que se posicionen favorablemente a incluir el aborto en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE. Y dicha resolución tuvo lugar tres días después de que se publicara la Declaración Dignitas infinita del Dicasterio para la Doctrina de la Fe de la Santa Sede, en el que se afirma que el aborto “es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento”, ser humano que “es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo, un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades”. Ejemplo de ese respeto y entrega por la vida de su hijo es la italiana Azurra Carmelos, enferma de un cáncer de mama, que suspendió el tratamiento de quimioterapia estando embarazada para que el feto no sufriera daños, y pudiera nacer en la semana 32 del embarazo y tener hoy una vida sana con ocho meses; ella murió el pasado 15 de abril.

La Resolución del Parlamento Europeo parece insensible a la tozuda realidad de que en el cuerpo de la mujer que tiene “derecho a decidir” se aloja un ser humano distinto de ella misma, no un amasijo de células perfectamente prescindible; pero podría pensarse que el Documento Vaticano también es insensible respecto a la mujer embarazada tras una violación, a la que puede poner en peligro su vida si el embarazo sigue adelante o a la que no está en condiciones económico-sociales de ejercer su función materna una vez haya dado a luz. Sin embargo, el propio Documento advierte de modo previo que el aborto es una de las formas de violencia ejercidas contra las mujeres, y supone una coacción “que afecta tanto a la madre como al hijo, tan a menudo para satisfacer el egoísmo de los varones”. No olvidemos que las evidencias neurológicas muestran que la inmensa mayoría de las mujeres que sufren un aborto son a su vez víctimas de un síndrome post-traumático terriblemente inmenso.

¿Hacia dónde debe inclinarse la balanza? En primer lugar, el derecho a decidir no puede ejercerse de coartada para justificar la supresión de la vida del feto. Recordemos cómo un anuncio publicitario en el que una mujer sea tratada como mujer-objeto, resaltándose su atractivo sexual al margen del producto publicitado, puede ser considerando ilícito precisamente porque vulnera su dignidad, aunque la mujer haya prestado voluntariamente para que su cuerpo sea fotografiado o grabado; o cómo la práctica de la maternidad subrogada es rechazada por los colectivos feministas –y por nuestros Tribunales– porque supone la mercantilización de la madre gestante, aunque haya prestado su consentimiento a que su cuerpo sea utilizado para el desarrollo embrionario del ser humano reproducido artificialmente, y a entregar al niño una vez nacido a los padres (o madres) de encargo, renunciando a su condición materna, sea o no sea a cambio de una cantidad de dinero.

Así pues, la clave para tomar postura radica en si aceptamos o no que la dignidad del ser humano –fundamento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la ONU en 1948– es infinita, en el sentido de que va más allá de toda circunstancia por el mero hecho de existir. Los creyentes añadiremos que todo ser humano –sea un embrión fecundado o un enfermo terminal, una mujer víctima de trata o un emigrante sin recursos, sea una víctima de abusos sexuales o una de cualquier conflicto armado– es digno porque es creado y amado por Dios de modo incondicional; pero todos tenemos que ser conscientes de que pretender dar carta de naturaleza al aborto como derecho fundamental –como de facto lo ha proclamado nuestro Tribunal Constitucional hace unos meses–, puede suponer abrir la puerta a que los derechos humanos queden sometidos en el futuro a las conveniencias circunstanciales de quien ostente el poder no sólo político, sino sobre todo social y económico.

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