Nina | Crítica

La venganza de Caperucita

Para su segundo largo tras el interesante debut que supuso Ana de día, Andrea Jaurrieta se adentra en el territorio del cuento y la fábula para abordar el tema de los abusos sexuales y el consentimiento. Y lo hace apostando por una mezcla de géneros donde el thriller, el western, el melodrama o el costumbrismo local se anudan en una escalada de tensión y juego metacinematográfico que permiten cruzar tiempos y revivir el trauma femenino entre los paisajes de un Norte que funciona como territorio y paisaje de novela gótica o de película de Hitchcock.

Nina se mueve entre el presente y pasado (primeros noventa) para explicar la llegada nocturna e inesperada a un pueblo costero de una joven que un día de marchó de allí para hacer carrera como actriz. Patricia López Arnaiz pasea su enigma, su dolor, su furia, sus cicatrices y su escopeta por un lugar que remite siempre al recuerdo y el silencio cómplice sobre esa experiencia adolescente en la que el deslumbramiento y la confusión condujeron a la manipulación, el engaño y el abandono.

La película va desentrañando poco a poco el corazón negro de su misterio con plena conciencia y dominio de su registro, cuyos trazos de proyectan en la puesta en escena, el uso del color, el montaje o esa perturbadora música de reminiscencias herrmannianas compuesta por Zeltia Montes. Ahí, en el territorio de una nueva caperucita y un viejo lobo con piel de cordero, interpretado por un siniestro Darío Grandinetti, Nina se aproxima poco a poco al borde de un acantilado donde no hay posibilidad de perdón ni de vuelta atrás. Tal vez la verbalización explícita a última hora hubiera sido prescindible para escapar de la pesadilla.