Descanso Dominical

Una ventana a la Feria

Y en el parque González Hontoria no se hará nunca de noche y tendremos todo el tiempo para reventar de felicidad

Corría el año 1.964 y Fernanda y Bernarda de Utrera desembarcaron con todo su cante en Nueva York. Estuvieron unos meses dándole compás y hondura al eco de las calles de Manhattan. Ya habían conquistado Madrid y poco después se harían fuertes también en París. Cuentan que cierto día, las dos en el hotel, en la planta nosecuantos de un rascacielos de acero y cristal, en una de esas habitaciones enmoquetadas con olor a ambientador de vainilla, sin chicha ni limoná, Bernarda se asomó a la ventana. Desde allí podía ver el célebre skyline de la Gran Manzana, al fondo Nueva Jersey, las aguas del río Hudson y hasta el brazo levantado de la Estatua de la Libertad. Se quedó un rato pensativa, parecía ensimismada con el paisaje, miraba a un lado y al otro, y entonces le preguntó a su hermana: Fernanda, ¿tú por dónde crees que queda Utrera?

Cualquier paraíso se hace pequeño cuando estás lejos de casa. Lo vemos en esos programas, convertidos ya en un género televisivo en sí mismos, que van al encuentro de andaluces, madrileños o gallegos desperdigados por el ancho mundo. En general suele ser gente a la que le va bien, con casas enormes, jardín, familias de postal y trabajos con los que habían soñado. Pero ay cuando les hablan de volver. Toca tragar saliva, las palabras aparcan temblorosas al borde de los labios y la mirada se empaña y deambula. Ocurre justo lo contrario cuando los ves llegar al terruño en vacaciones, por una escapada, porque ha cuadrado, es la boda de un primo o porque sí. Irrumpen con los ojos abiertos, las ganas al galope, la sonrisa desbordada, como los más renacuajos del colegio cuando salen al recreo. Tienen un aspecto formidable. Parece como si se hubieran hecho un lifting.

Antes de alcanzar el horizonte vendrán unos días únicos, una semana grande. Y en el parque González Hontoria no se hará nunca de noche y tendremos todo el tiempo para reventar de felicidad. No he conocido nunca a un jerezano al que no le guste su Feria. Pero no siempre hay billetes de avión, billetera que lo aguante ni permisos de la empresa para hacer un requiebro, plantarte en los medios del Paseo de las Palmeras y terminar con los zapatos cochambrosos de tanto albero. Se les echará de menos en el Real.

Por eso, cuando empiece la Feria el sábado, que es cuando tiene que empezar - los lunes son para pescaito frito o para anunciarle al mundo que vas a hacer con tu vida y con tu país- mi primer brindis irá por ellos. Por todos esos jerezanos y jerezanas que a esa hora, a cientos o miles de kilómetros, estarán asomándose a una ventana para preguntarse: ¿y por dónde quedará mi alumbrado?

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